Lo único que quiere este pobre poemita es asomarse al concepto de la cultura y señalar algo. Es cierto, parece un chiste, pero pretende entrar como un bisturí en la carne de lo cotidiano e indagar acerca de un crimen: en dónde está el cadáver de nuestra primera desnudez. Cómo es que debajo de la ropa llevamos tanto oculto. “¡Y ellos también!”, gritó una mujer que estaba escuchando en el club de lectura cuando lo leí en público por vez primera, con una carga de reivindicación muy fuerte; no sólo nosotras vamos desnudas, ya que nos descubriste, ustedes también aunque su ropa tenga más recovecos y fibras más consistentes. Yo me he reído muchísimo, y casi todos los que lo leen también se han reído, pero lo cierto es que unas cuántas palabras acomodadas de tal modo pueden hacer que nos sintamos descubiertos en algo que jamás habríamos pensado que tiene que ver profundamente con lo que somos. Nuestra desnudez no tiene curso social, somos, seguimos siendo, como en tantos siglos pasados, nuestra ropa. Y nosotros que creíamos que ya el hábito no hacía al monje…
Por otra parte, debo confesar que lo que movió realmente el surgimiento del poema, su explosión espontánea, fue el paseo cotidiano por Madrid en verano, el calor que hace que las muchachas lleven la menos tela posible sobre su acalorada carne, y la lasciva complacencia de imaginar. Pero eso nos ocurre a tantos… y sólo al poeta le sucede el poema.
La entrada de hoy es tan breve porque estamos por irnos a la estación de Atocha a tomar un tren rumbo a Jerez de la Frontera y de allí a Sanlúcar de Barrameda. Ya contaré.
IMPUDOR
¡Y pensar
que debajo de la ropa
van todas
completamente desnudas!