Con la novedad de que otra vez las envidiosas hermanitas flacas, anemia y neutropenia -y es que, claro, como quieren ser modelos de pasarela no comen nada y por eso, aunque se ven tan espigadas, están como están- me hicieron la jugarreta: se pusieron en la mera puerta de la vena y dijeron nanay, por aquí no entra ese juguito. Así que tengo una semana más de permiso en el cuartel para reponerme de las heridas. Una lectora me acaba de recomendar que me haga licuados de berros, piña, jugo de naranja y perejil, y yo, ni tardo ni perezoso, como dice el viento, ahorita me voy a ir a buscar los berros, que todo lo demás lo tengo. Porque la alternativa era un medicamento de laboratorio del que acabamos de leer esta semana en el periódico -miren qué casualidad- que sirve digamos que por encimita para reponer los leucocitos, y eso, pero cuyos efectos secundarios suelen ser poco positivos, o sea que se pela uno más pronto. Y bueno, de por sí no soy proclive a las medicinas y hasta donde es posible trato de escaqueármeles. Porque si no, me pasa lo que me pasa, como podrán ver en el encontronazo que tuve el año pasado con unas ronchas, que viene en esta entrega después del breve poema del día. Conste que advierto que es lectura para gente desocupada, o que pueden guardarlo para el fin de semana, porque es larguito.
Lo bueno es que la Primavera avanza; por lo pronto se han ido los nublados y los vientos fríos, y suaves auras -además de mí- acarician el ambiente y hacen la cuna en donde se mece el renacimiento del año: polen, polen, flores, esporas, color, deseo. Las calles llenas otra vez de gente visible; ya se han quedado los abrigos, los gorros, las bufandas, los guantes en los armarios y empieza la danza preparatoria de la exhibición de la potencia que genera el paso de las muchachas por la calle.
Bueno, perdón, creo que me ha dado un ataque de lirismo primaveral. Me ducho, me visto y me voy al mercado Antón Martín a buscar los berros. Nada más les digo una cosa: este poema, aunque parezca corto, y lo sea, lo que tiene es que es cierto.
MULTITUD
Qué necesidad tenía yo
de ser yo,
cuando hubiera podido
ser tantos otros.
LA OCUPACIÓN DE LA URTICARIA
Las colinas, los valles, los oteros y promontorios del pecho fue lo primero que ocupó el enemigo y todavía eso con actitud de disimular; no parecía que iba a enseñorearse del territorio sino como que distraídamente pasaba por ahí y pintaba con el encarnado de sus estandartes todo el paisaje y que una vez ido todo volvería a la normalidad anterior, como cuando Napoleón metió sus ejércitos en España dizque nada más para cruzar hacia Portugal y una vez que los tuvo dentro aprovechó para destronar a Fernando VII y poner a Pepe Botella.
Y yo, zoquete, me lo creí, sin reparar en que era viernes y que el fin de semana todo se vuelve cuesta arriba en este país en donde abandonar el trabajo siempre que se puede es casi una religión. Y eso de volver a la normalidad anterior ahora me doy cuenta de que está francamente mal dicho porque con la aplicación del medicamento el jueves anterior ya había ocurrido el brote alérgico, aunque bien es cierto que como no fue inmediato sino tres días después, se coló como buena la opinión de la joven oncóloga sustituta de mi médico en vacaciones, de que esa irritación se podía deber a cualquier cosa y no necesariamente a la gencitavina y de que no desaconsejaba la aplicación correspondiente a este jueves, y yo, masticando de lado, dejé pasar el criterio aunque acababa de vivir en carne propia los efectos urticantes de la anterior dosis, de modo que la aguja buscó modosa el hueco de mi vena y allí se acomodó para servir de puente entre la ciencia y yo.
Del pecho, durante las horas en que todo ser y toda cosa dormía ajeno a las acechanzas, se fueron desplazando los escuadrones invasores y ocupando más y más emplazamientos: la espalda, los costados, la parte interior alta de los brazos, y apuntó a los sitios en que después más ensañamiento mostró, más deseo destructivo puso en su celo, menos piedad y cero misericordia: las piernas, empezando hipócritamente por un enrojecimiento paulatino de los muslos ligado a un franco prurito ya manifiesto en las nalgas. En la mañana, claro, al despertarme con un cierto candor, las uñas, independientes de la conciencia, comenzaron a reaccionar al estímulo: ¿pica?, pues ráscate. Y eso era lo que la maldita estaba esperando, esa era la diana que había corrido como santo y seña por todos los campamentos, que me rascara (y adivinar si no lo habré hecho con entusiasmo mientras dormía y no me enteraba, porque uno cuando duerme vive, aunque no lo tenga en cuenta, y el cuerpo entonces puede decirse que se manda solo) porque al influjo prodigioso de ese roce exquisito de las uñas con la piel, medida su intensidad por la satisfacción que provoca, las huestes salen casi a la superficie, a esa posición estratégica que consiste en quedarse ligeramente debajo de la capa dérmica y desde allí bombardear con sus obuses radiales irritando más, un poco más, otro poco, otro poquito cada vez.
¡A urgencias!, taxi: al Hospital de la Princesa. Y no rascarse, hacer todo lo posible para no rascarse; contener ese impulso es casi tan imposible como contener la respiración. Porque ya pica tanto en el pecho, en los hombros, en el vientre, como en los costados, en la espalda, en la cintura, ¡y el maldito resorte de los calzones que parece clavarse en la irritada carne!, en los glúteos, en los muslos, atrás y adelante, por dentro y en los laterales, que son los que reciben la constante limosna fresca de los dedos que pasan con la mayor suavidad e hipocresía que pueden sus intentos de alivio por encima del pantalón, por sobre las mangas de la camisa, como si quisiera abrazarme a mí mismo. Y tener que sentarse en una sala de espera y estarse allí quieto hasta que lo llamen, ¡ay ardor!, pero no puedo decir que fueran morosos ni ineficaces, todo lo contrario: éramos muchos y a todos nos atendían en riguroso orden y lo más rápido que podían.
A mí me llevaron dentro al fin, me preguntaron, me vieron, me tomaron la presión, la temperatura, me ofrecieron una intramuscular que rechacé por principio luego de que me explicaron que su ventaja era una actuación relativamente rápida y me advirtieron de que con su omisión el efecto médico sería más lento, horas más horas menos, y me mandaron un antihistamínico por vía oral cada seis, y vaya el lunes con su médico de cabecera para que le de la receta; sólo en caso de que se le cierre la garganta o tenga dificultades para respirar regresa a urgencias.
Caminamos por el rumbo antes de tomar el taxi de regreso porque caminando uno no se rasca y se distrae un poco. ¿Pero no habrá algo que te pongas y el picor desaparezca?, ¿hemos logrado desarmar el rompecabezas del genoma humano y nadie ha inventado una pomada, un ungüento que te untes y, zas, se te borre la sensación, aunque siga por dentro la batalla?, ¿un gel de efectos inmediatos que se aplique como una nieve benéfica de menta sobre la abrasada superficie? No, no hay; al menos en el hospital donde me atienden no saben de la existencia de tal bálsamo y pretender buscar respuestas en la calle en fin de semana es ilusorio. Iba yo clamando con toda mi fe que apareciera ese Fierabrás que me han dicho que puede fabricar pócimas como ésta, y mejores.
Ahora la estrategia es dejar que pase el tiempo para que la pastilla actúe y llegue el plazo de la siguiente toma, cada seis horas. Pero por más que uno quiera distraerse es imposible, claro, el enemigo está allí, ubicado perfectamente en el territorio y no hay movimiento que hagas que te permita alejarte del campo de batalla. Y tampoco está el horno para bollos, quiero decir que tampoco tengo tantas fuerzas como para quedarnos unas horitas caminando y distrayéndonos con las infinitas tentaciones de Serrano, las rebajas en todas las tiendas que ponen la ropa tan al alcance de la mano que lo único que hace falta es entrar y coger; o los muebles, aunque tengas que tirar los que tienes ya en la casa, porque están estos tan bonitos y a precios tan accesibles que es una tontería vivir siempre en el mismo decorado, una cañita en un bar antes de seguir deshidratándose bajo la canícula de julio, y tantas otras provocaciones; pero no, no tengo tanto vigor. A casa.
Crema hidratante. Paños húmedos. Fomentos de agua fría. Baños con el agua lo más fría que aguante. Bolsa de gel congelado. Con ropa. Con ropa holgada. Sin ropa. La única orden repetida con toda la energía por el mando supremo de mi voluntad: ¡no rascarse! Como si dijera no parpadear, no pasar saliva, no estornudar. Leer, ver la televisión, jugar barajas, asomarse a la ventana. Las horas del reloj son tan lentas y están tan llenas de ronchas que llegar al espacio neutro de la noche cuesta un gólgota, y allí, de plano, una pastilla para dormir, un somnífero, que aunque sea un Richelieux hay que dejarlo intervenir para que frene los enfrentamientos de los contrarios; el pobre e ínfimo pelotón de mosqueteros de las uñas comprende que sus esfuerzos son vanos, que entre más enemigos crea haber derribado más y más se reproducen las rojas huestes de la urticaria.
El domingo ya era un Ecce Homo; el sarpullido había ocupado prácticamente todo el país de mi cuerpo y las vibraciones de la batalla habían ensordecido incluso a las salmodias de la autoconmiseración; algo como la sorpresa me hacía mirarme al espejo y figurarme distintas actuaciones: Giordano Bruno evadido de la hoguera poco antes de morir, ya sin ropa y vestido únicamente con su ardida carne; Schwarzeneger saliendo de la explosión de un tanque de gas; un alien volviendo del espacio exterior en donde ha perdido la piel con que simulaba apariencia humana y viene arrastrando los jirones; por fortuna, entre las reminiscencias del somnífero y cierto efecto similar aportado por el antihistamínico, me quedé varias veces dormido. Soñé que estaba dentro de una tina de crema de leche de almendras de Ibáñez que suavemente acariciaba y lubricaba mi piel y halagaba mi olfato trayéndome deliciosas remembranzas de la infancia, y que la crema estaba constituida con una especie de licuefacción o transmigración de ninfas del bosque que se diluían en su apremiante apetito de integrarse a mí, pero en su desesperación por ser ellas y no otras las beneficiadas con el fenómeno, se peleaban entre sí por estar en mejor lugar y con una justificable ira femenina se desgarraban unas a otras, se hacían tiras sanguinolentas y se me pegaban a la epidermis como escoriaciones de brutales heridas y laceraciones, como mataduras en la carne causadas por un contacto atroz con el entorno, y que aparecían en toda mi piel conforme la crema se escurría al salir de la tina. No hubo una sola vez que no me despertara rascándome por todas partes y tratando desesperadamente de controlar el impulso. Ni a dónde ir ni a quién llamar, ni qué hacer más que esperar el paso inexorable del tiempo. Domingo, todo cerrado y yo expulsado ya del paraíso de urgencias. Multitud de bestezuelas irreales, sacadas de las más calenturientas imaginaciones medievales, me rondaban los oídos susurrando: ráscate, ráscate, no seas tonto, se siente rico.
Quería que me exigieran la capitulación, que me pidieran abdicar e ir al exilio; estaba más que dispuesto a rendirme y abandonar la plaza, pero como el enemigo estaba dentro no había manera de parlamentar, no había con quién, lo único fue llegar de nuevo a la piadosa noche y comenzar a hacer recuento de los daños una vez que el medicamento mostró algunos efectos, o la natural defensa del cuerpo fue recuperando los territorios, y el cansancio, el abatimiento total de los aliados los hizo renunciar al San Vito de los rasquidos constantes. Tal como queda sobre un plato una porción de carne cruda picada cuando han pasado las horas y la intemperie ha comenzado sus trabajos asoladores, así quedaron grandes extensiones de piel, sobre todo en las piernas, con ese color granate podrido y ceniciento que trasluce una materia viva y palpitante que abajo se queja y porfía por constatar su vigencia. El paisaje después de la batalla. Nadie muere de comezón, es cierto, pero la tortura podría orillarlo a uno a confesar cualquier cosa.
Tres días, era previsible; el lunes la irritación fue hacia abajo, comenzó a ceder y las posiciones ocupadas con tanto ardor por el enemigo fueron quedando devastadas pero vacías; aquí y allá, breves aunque constantes, brotes de comezón; incluso algunos intentos de nuevo emplazamiento en mínimas porciones de tierra virgen que no habían sufrido los anteriores embates, el paso letal de las retaguardias, algún capitanejo que habiéndose quedado rezagado pensó que aun podría hacerse notar y alcanzar un último laurel.
El riesgo, porque una vez conocido el mal es imposible dejar de pensar en su prevención, es que no haya realmente nada para evitarlo: la semana próxima tendré que volver a exponer mis dulces venas a la labor humanitaria de la ciencia, volverá a fluir la gencitavina por el sistema linfático en su afán por rescatarme, y así durante varios meses, y tal vez el precio que haya que pagar…