Está claro que cometí un error; no debí comprar los lentes en la vieja óptica de la calle Madero en donde los compré, sólo estaba de visita en México y aunque fuera cliente de muchos años de ese establecimiento, al no permanecer en la ciudad no podría exigir que se hicieran cargo de mi satisfacción plena. Llegaron bastante después que yo a España y su acabado, a pesar de la tardanza, dejaba mucho que desear: les faltaba ajustarse a mi cara, lógico, y a los pocos días me di cuenta de que necesitaban una general apretada de tuercas, si es que unos términos tan rudos pueden usarse para unas ligeras gafas que apenas van más allá de los cristales graduados con los que miro al mundo y las patitas delgadas con que se cuelgan del trampolín de las orejas. Claro, fui a dar a la óptica de la calle Espoz y Mina, de la que soy cliente en esta ciudad, y les pedí que me hicieran los ajustes necesarios. Con el rabo entre las patas tuve que decirles que me las habían mandado a hacer mis hijos, para justificar el que no las hubiera comprado aquí y les pidiera, no obstante, que se hicieran cargo de su presentación final. Lo primero fue dejarlos para que los mandaran al laboratorio a cortar los tornillos excedidos, que de fábrica vienen sobrados para adaptarlos al grueso de los vidrios pero una vez montados es necesario cortarles el remanente; así de malhechotes venían, y luego, tres o cuatro días después, valido de mis viejas antiparras -y no tan viejas, pensándolo bien, y todavía con mucha vida útil, si nada más fue un prurito de actualización en la graduación lo que me llevó a aprovechar mi estadía en México para mandarme a hacer unas nuevas, o quizás sería la nostalgia del Centro Histórico, de sentirme parte de esas calles, de ser allí un señor conocido, saludado, tratado por muchos como quien ha hecho algo que los demás han notado y tal vez recuerdan- me apersoné a recogerlas y comenzó este calvario, este vuelta y vuelta al establecimiento: que si me lastiman de este lado de la nariz, que si ahora de este otro, que si ya se me hizo una llaga aquí, que si me duele detrás de la oreja, que si ahora el dolor es de ambos lados, como si mi pobre nariz fuera una escoba y una bruja abusiva la hubiera usado para volar toda la noche sin ponerse nada abajo. Ay.
Pero, claro, cómo se nota que es domingo y esta bitácora relaja su ritmo y se pone a contar asuntos que no tienen miga; banalidades. Menos mal que se me ocurrió la imagen de la bruja y la hice cabalgar de tal manera en noche de sábado sin luna, que si no, habría dado el domingo por perdido.
Cuando mis hijos eran chicos les hacía muchos juegos verbales porque desde mi punto de vista el dominio de las palabras calibra la inteligencia, le pone entorno para crecer, la hace desarrollarse como chayotera en reja de gallinero. Así entre adivinanzas, jitanjáforas y trabalenguas, les iba ayudando a dominarlas, a no tenerles miedo, a hacerlas que sirvieran para lo que ellos quisieran. Yo creo que en la educación pública debería establecerse la asignatura de manejo y dominio de las palabras. El que sigue es un ejemplo típico de tales ejercicios.
TRABALENGUAS
Al camarero Carmelo le pedí
camarón, macarrón,
macarela y caramelo,
caramelo, macarela,
macarrón y camarón
le pedí al camarero Carmelo.