Hoy se cumple un mes de que empecé a escribir para esta página cotidiana. No he dejado de hacerlo un solo día. Un mes apenas y yo ya siento que soy de aquí. Me muevo como en mi casa, aunque todavía no tengo rutinas, todavía no hago un lenguaje recurrente con sus muletillas y sus puntos de apoyo. Ojalá que no lo haga. Aunque hay cosas que son inevitables: el cuerpo se acomoda a sus condiciones, la inteligencia también; la sensibilidad es la que puede salvarlo a uno. Alerta.
Y hace un mes decía que qué bueno poder publicar uno mismo sus poemas sin tener que depender de los editores. Tengo que matizarlo. Han entrado un montonal de lectores; un montonal, considerando que este es el blog de un poeta y no hay crónica deportiva, no hay reseñas sociales ni chismes de artistas ni reportajes de asesinados, violadas, secuestros, inmolaciones, y salvo alguna tímida opinión, ni siquiera el espectáculo de la política. Ayer, no obstante, llegamos a un pequeño Everest de nuestras gráficas: cien lectores. Ni aunque nos lo hubiéramos propuesto y el tirano interior hubiera dicho: cuando se cumpla un mes quiero que el contador anuncie cien. No se imaginan lo bonito que sentimos.
Ya sé que los casi mil que han entrado no son mil distintos sino un montón de repetidos; hay quienes se han encariñado con la página y vuelven a ver qué derroteros tomó hoy, pero el que ayer fueran cien (¡exactitos, en el último minuto cayó el número cien!) quiere decir que eran cien distintos porque no me parece razonable pensar que unos poquitos están abriendo y cerrando la página nomás para marearme, o por maloras. O sea que hay muchas personas que leyeron el poema que publiqué ayer, cien. De entre ellos algunos habrán leído muchos de los anteriores y quizás hayan quedado convidados a volver. Y tal vez algunos que han entrado otras veces ayer no pudieron hacerlo por angas o por mangas y ya lo harán luego.
Pero de lo que no puedo apartarme es de la idea de que esto no es un libro, de que la virtualidad en la que aparecen los poemas en este medio parece anunciar su temprana caducidad. No veo a las generaciones futuras rescatando de las brumas del ciberespacio poemas de un señor que los publicó en la primera década del remoto Siglo XXI. Claro que yo me formé en un mundo carente de virtualidad y la imaginación que tengo es adecuada a lo que soy. Ni se me ocurre cómo serían esos rescates, si es que llegaran a existir. Por tanto, no desecho la idea de que tarde o temprano, además de aquí, aparezcan en papel, aunque sea en una edición limitada, como son todas las de poesía. Y como están todos mis libros anteriores. Aunque digo que hay que matizar porque las verdades y las conclusiones no necesariamente son buenas: qué tal que todos mis libros desaparecen porque fueron hechos en el frágil papel del Siglo XX que en cien años más habrá desaparecido por la autodestrucción a que lo condena su acidez debida a los procesos de su elaboración industrial y lo que pervive (qué necios, qué vanos, qué inútiles de pensamiento somos los poetas) es precisamente lo que está en este soporte.
Claro que lo mejor sería poder estar uno en persona para ver por dónde va la cosa. De eso, más o menos, trata el poema que corresponde a esta celebración. ¿Cómo se dirá? ¿Mesiversario? ¡Pues felicidades, Milagros, por nuestro primer mesiversario de blogueros!
ELIJO LA LONGEVIDAD
Elijo la longevidad de mi abuela, la que vivió 99
( y eso porque no le dimos aliento para seguir,
porque estoy seguro de que con un poco de estímulo hubiera vivido siquiera diez años más,
pero en ese momento quién iba a saber
que el valor más preciado de la vida es vivir?) y lo elijo
tomando en cuenta que ya no se tiene el vigor
ni la sana despreocupación que se tenía cuando
el cuerpo era una alegría personal dispuesta a todo.
No, ni siquiera era eso, sino el paso natural de la vida
que no se mira a sí misma sino cuando se agosta.
Porque, a ver, qué pide el cuerpo, pensando que ya puede terminar su ciclo natural: ¿pide demencia o pide sensatez?
Pide clemencia. A sí mismo, antes que nada. Porque
la poquita fuerza que representa la vida individual no tiene más remedio que plegarse a un colectivo en el que
el mísero mortal es el agente número uno en la cadena,
el que imagina lo que va a decir y eso lo mueve
a componer a su sabor el largo discursillo sin relieves
que lo ponga en medida de lo que los demás entienden.
Hecho eso, compromete el sujeto su talento, su día a día
trabajando, discurriendo, imaginando, creando
el místico sueño de la vida.
Y se atreve a demandar que se alargue el plazo inevitable,
aunque sé que a nadie se le puede pedir, que no hay destinatario,
que la cosa es como es y eso no tiene comandante que lo rija
más que el azar que a falta de otro nombre decide el hasta cuándo
y hasta dónde. Y encima de tal conocimiento, mudo por dentro y azorado,
yo me atrevo a elegir lo que considero mejor para mi alma: ciento
cincuenta, doscientos…