De un año a otro cuánto cambian las cosas; si uno se fija en la descripción que ha hecho de una calle y al año siguiente coteja sus recuerdos (o sus anotaciones o sus poemas) con la realidad, verá que el movimiento de la vida es continuo. El año pasado, por ejemplo, la calle en la que vivimos tenía unas aceras estrechísimas acotadas por bolardos, unos pequeños postes metálicos encajados en el suelo con objeto de evitar que los coches se estacionaran, aunque lo hacían en un lado, de manera regulada y con parquímetro, y el pavimento del arroyo estaba todo roto y parchado y enseñaba por aquí y por allá las huellas de cuando fue calle empedrada; no se podía ir de a dos, cosa tristísima desde cualquier lado que se vea y era común golpearse las piernas con los malditos bolardos. Hoy, en cambio, es una magnífica calle peatonal sin aceras y sin coches, lo que le da una sensación de anchura que se agradece; ahora tiene árboles que apenas van a vivir su inicial Primavera al aire libre, farolillos anticuados que sustituyeron las modernas luminarias y le dan un toque nostálgico y elegante y algunas bancas para sentarse a descansar o a ver pasar a los demás. En el suelo hay inscripciones de bronce que indican el lugar donde estuvieron las casas de los escritores. Donde había una librería hoy hay un estudio de yoga, y donde daban clases de chino ahora hay un letrero de se vende. Abrieron, junto a la farmacia, una clínica veterinaria que no he visitado por razones obvias. Los dos antiguos puticlubs que había ya cerraron, y un señor alto, viejo, elegante, que solía pasear por aquí con chaleco y bastón y con quien intercambiaba siempre un saludo respetuoso, ha dejado de pasar, o más bien dicho, ha pasado a otra dimensión donde seguimos inclinándonos la cabeza cuando nos encontramos.
Ya están anunciando las procesiones de Semana Santa. De la iglesia de Medinaceli que está a cuadra y media, sacan la imagen venerada y la pasean por el barrio en un espectáculo que todos los años he visto desde la ventana. Ah, si lo vinieran a ver con nosotros mis amigos. Los aromas del incienso, rumbo al cielo, en donde son tan apreciados, ascienden por este tercer piso y untan su místico mensaje en los balcones. La procesión avanza con tal lentitud que pareciera que cuando acabe va a quedarse todo quieto hasta que vuelva a ser Semana Santa. Estaba calculado que cupiera exactamente en el espacio que quedaba libre entre los coches estacionados y la acera contraria; pero ahora, este año, ¡qué holguras va a tener! Van a poder mover para un lado y para otro al Cristo, cuyos costaleros hacen la faena con precisión y alegría al son de las solemnes músicas que acompañan su frente coronada de espinas y su sangrado rostro y no faltará quien le cante una saeta sin tener que sacar medio cuerpo entre los coches. Qué distinta va a ser este año la procesión. Volverán a salir todos los vecinos y esta vez habrá espacio hasta para invitados y curiosos que aplaudirán los pasitos retozones que hacen que la imagen dé la impresión de que se atreve a bailar de gusto. Un poco de paganismo, digo. Estamos en Madrid.
CREPÚSCULO
La tarde pone un huevo en el horizonte, rojo,
encendido, loco, lo sé,
y con él se precipita la acción que desemboca en la noche,
apocalíptica, se podría decir,
o así se vería al menos el panorama desde la perspectiva de esta calle,
antigua Cantarranas, seguramente por lo que evoca,
en la que vivimos Miguel de Cervantes Saavedra, Lope de Vega,
Marcos Ricardo Barnatán, Milagros , yo…
no en los mismos años pero sí en las mismas proporciones urbanas,
o sea, mismas distancias físicas entre casa y casa, vida y vida;
comparecen también don Francisco de Quevedo, en la otra esquina,
David Cabello, nuestro abastecedor báquico y amigo,
unas pizzas, una librería de viejo, una farmacia,
un puticlub cuyas ancianas meretrices cerraron hace poco y se fueron,
como se va desvaneciendo el eco con la pena,
una verdulería, una escuela donde enseñan chino,
el restorán Pereira, la fábrica de churros de Miguel y Gregorio
a donde podía comprar el Fénix en pijama
y ve tú a saber cuántas centenas y miles de personas
desde que se trazó la calle y se construyó la primera casa
cuyas apasionantes historias no sabemos,
los que vivieron en siglos anteriores amasando el tiempo
que cada vez compendia el total en la suma del instante;
así se vería el cielo si no fuera porque los edificios no lo permiten
aunque la orientación es más o menos apropiada;
y ¿qué, qué tiene que ver esto con el crepúsculo, con la caída de la noche?
tiene que ver con el alma, y ya es bastante.
Y como el alma, no se ve.
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