La sueltan el sábado en la madrugada cuando ya nadie está alerta, cuando prácticamente todos los trabajos están hechos y aquellos que requieren continuidad están, la mayoría, automatizados, cuando el músculo colectivo está más relajado y quienes no duermen están en la fiesta, en el paraíso de volutas magníficas de la conversación, en la reiteración del trago que propicia el acercamiento de los cuerpos, en el abismo personal de las desolaciones; cuando la distracción ha comprado a precios distintos la atención de unos y de otros y no hay ya disciplina en las miradas ni forma de ordenar un frente que encabece la defensa y ofrezca la batalla, le abren la jaula de ese lugar mítico en que la tienen encerrada y hambrienta y la dejan ramonear en todo el territorio, arramblar con las horas de todos, devastar el campo de la continuidad. Sacan a la bestia que come horas cuando nadie puede encabezar la resistencia y ésta se va jamando los sesenta minutos de la cuenta de cada quien sin ningún recato y resulta que uno amanece el domingo sin haber completado la dieta de sueños que le correspondía y con la sensación de que ya es tarde. Sí, una hora más tarde, así, sin más ni más. Y todavía, para más humillación, los medios nos avisan que hay que adelantar los relojes de las dos a las tres de la mañana.
Así que la mañana del domingo tiene una mordida. Y duele. Estaba yo soñando que luego de pasar una pequeña barranca en la que había un río de muy poco caudal pero antiquísimo llegábamos a unas ruinas que estaban restaurando unos chicos y chicas muy simpáticos; se llamaba La casa de las tinajas, pero las tinajas eran como esas inmensas jarras blancas esmaltadas que se usaban para llenar las jofainas antes de que hubiera salas de baño en las habitaciones, y las jarras, aunque estaban muy completas y blancas, quizás con sus bordes azules, tenían algunas escarapeladuras como las que siempre se les hacían a los recipientes de peltre; todas las bóvedas estaban profusamente pintadas con motivos alegres y colores frescos y me contestaban los restauradores que no había en ello más que afán decorativo, voluntad de belleza; de pronto, uno de ellos dijo que cómo no tenía cámara para retratar a esas prostitutas y yo le ofrecí mi teléfono móvil; toma la foto, le dije, yo luego te la mando por internet. Y enseguida me desperté, así temprano, como digo, pensando en el poema que corresponde al día de hoy.
La primera vez que leí este poema en voz alta -se lo leí a Milagros-, me vino a la mitad un llanto incontenible y fuerte, y debo decir que, en general, no soy llorón, que me quedó grabada a fuego la tontería cultural esa con que lo enjaulan a uno desde niño de que los hombres no lloran, que no sé de dónde sacamos, porque en lo que yo he leído, los héroes lloran cuando vale la pena y es necesario, y allí está el llanto tristísimo de Aquiles por Patroclo cantado sin recato; Rodrigo Díaz de Vivar sale de Burgos desterrado: “los ojos de mio cid mucho llanto van llorando“; me parece que en lo que ha reconstruido del pasado prehispánico don Miguel León Portilla, no hay empacho en llorar cuando la cosa lo amerita. Lloré sin poderme contener, con una desolación inmensa: qué corto es, ay, demonios, qué corto es el lapso de la vida y cómo nos reproducimos con tanta abundancia para suplir la brevedad del plazo. Y con esa percepción, la de que no pueda haber coincidencia con quien pasado un tiempo sabrá leer mis poemas. Sólo hay coincidencia en el tiempo a través del arte pero la vida no tiene duración ni podemos empatarnos unos con otros. No me pasó cuando lo escribía, me pasó al leerlo por primera vez en voz alta. No tiene que ser significativo, tampoco, el que me haya pasado tal cosa. Quiero decir que el poema es el poema y a mí me produjo tal reacción anecdótica.
HAY UN MUCHACHO
Hay un muchacho, ahora naciendo, formándose
en el limo impredecible de la vida,
que leerá lo que yo escribo
y comenzará a construir su vida con estas palabras.
De paso irá construyendo la mía.
La que me hubiera gustado.
Así es el orden de las cosas.