Sueño espeluznante

La sociedad española está integrada; se mira a sí misma como unidad y señala sus problemas como algo que se comparte entre todos. Por ejemplo: todos los días los medios dan a conocer cuántas víctimas mortales hay en accidentes de coches en las carreteras de todo el país. Este año pensaron que iban a abatir ese siniestro cómputo con varias medidas: el carnet por puntos, que quiere decir que la licencia de manejar tiene un número determinado de puntos que vas perdiendo con las infracciones que cometas hasta que te quedas sin poder conducir; los controles de alcoholemia en las carreteras, en las que te detienen y te hacen soplar una cornetita que denuncia lo que te has chupado; la instalación de cientos o miles de radares en las carreteras para desanimar el exceso de velocidad; toda clase de campañas en radio y televisión para convencer a la gente de que si bebe no maneje, de que use el cinturón de seguridad, de que no exceda la velocidad permitida; pero nada, la cifra crece, la atracción de la muerte se impone. Es evidente que las medidas técnicas no son suficientes, como nunca lo son para resolver los problemas sociales; que hay algo que se le escapa a quien diseña la solución de los problemas, por más buena fe que le ponga.

Cuando era niño me recuerdo asomándome al tablero de todos los coches para ver cuánto marcaban como límite los velocímetros; me imaginaba el vértigo brutal de ir a ciento sesenta kilómetros por hora, que era la máxima, y pensaba en el orgullo del propietario del coche al saber que su máquina era capaz de esa proeza. Hoy creo que marcan en general doscientos cincuenta o hasta doscientos ochenta. El año pasado detuvieron a uno que iba a doscientos sesenta y después de meses la justicia halló que no había infracción porque no había puesto en peligro la vida de nadie. En la radio anuncian una suerte de detectores de radares para poder burlarlos. Hay quienes comercian con los puntos del carnet de su tía o de su abuela que ya no manejan. El transporte colectivo es mucho más seguro que el privado pero no tiene comparación el estímulo de publicidad en todos los medios que separa la diferencia entre uno y otro. Coche. Coche. Compre coche. Sea un vencedor. Sea irresistible. Sea la más bonita que ninguna. Coche. Sea el que más. Coche. Coche.

Pero bueno, decía que la sociedad está integrada y se fija en sus problemas colectivos. Ya es un paso.

Hace unos tres o cuatro años tuve un sueño de carácter social, digamos; estaba Fox de presidente y yo como miembro de la Embajada de México. No lo publiqué entonces porque no hay medios en los que uno pueda publicar sus sueños, cosa que desde mi punto de vista es contraria al interés público porque los sueños contribuyen a enviar mensajes cifrados a la vida individual y colectiva. Curiosamente, en los periódicos no hay sección de sueños y sí hay de casi todo lo demás, lo mismo que en radio y televisión. Cuando llega a haber algo relacionado con los sueños pertenece por defecto al reino del esoterismo, de las religiones marginales, de lo inmensamente minoritario. Claro: sobre los sueños nadie ejerce ningún control, ni hay cómo hacerlo. Bueno aquí pongo aquel que califiqué de

SUEÑO ESPELUZNANTE

Estamos, ahora ya no sé quienes, sólo que estoy yo, por supuesto, en una casa grande; soy consciente de que atrás de mí hay un gran ventanal y un campo enorme al que mi interlocutor alude; la alusión me hace voltear y veo venir un gentío a caballo; parece ser toda la gente pudiente o toda la clase dominante de México. Ya estoy fuera, entre el gentío. El presidente Fox está vestido de charro y se espera que monte un caballo espectacular, el mejor caballo, que está en un camión estacionado enfrente. Me acerco oficiosamente a abrirle la puerta trasera del camión para que pueda entrar y montar su cabalgadura. En efecto, es un caballo imponente pero está de espaldas a la puerta y sin ensillar. En lo que busco cómo detener la puerta en un lateral para que no vuelva a cerrarse, ya el presidente Fox ha montado a pelo el caballo que se echa para atrás; se levanta sobre las patas traseras y cae del camión encima de su jinete. Hay una exclamación de horror entre la multitud. El formidable caballo se revuelve sobre su lomo y sobre quien lo montaba, moliéndolo, y levantando el cuello volteado hacia su víctima, atrapada por el peso del animal, comienza a morderlo en la cara y el cuello; se apresura con furia agónica a despedazar al presidente Fox; no parece haber manera de salvarlo; también el caballo un tanto picassiano está irremisiblemente roto. De pronto el presidente Fox reacciona, se incorpora y se pone a pelear a dentelladas y coces con la bestia, pero ya están ambos visiblemente despedazados. Al fin, alguien dispara contra el caballo sucesivas, constantes balas, pero yo no me quedo a ver el desenlace sino que ingreso de nuevo a la parte en donde está la casa. Toda la escena de la caída del caballo ocurrió a las puertas del cementerio. El gentío, adentro del patio, está formado por pueblo común en larguísimas y apretadas colas que me dificultan el paso. Me encuentro a Arturo Beristain y le cuento la muerte de Fox. La gente todavía no lo sabe. Siguen imágenes que no relaciono con el acontecimiento.

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