Pureza de sangre

Qué curioso que la sangre haya estado identificada, de una manera tan indudable, con la jerarquía social, con el derecho al reconocimiento de una dignidad a priori, con la reivindicación del valor que alguien tiene por haber nacido hijo y nieto de tal o cual. Y que una supuesta mezcla de sangre distinta de la original -como si hubiera una sangre original y pura- haya podido justificar grandes cataclismos históricos, como la expulsión de los judíos y los árabes de España o el Holocausto, por poner dos ejemplos brutales.

Ayer salió una nota en prensa acerca de la producción en laboratorio de sangre tipo universal, lo que resuelve gravísimos problemas para millones de enfermos que necesitan transfusiones que no siempre se encuentran del tipo requerido, con lo que se salvarán en el mundo incontable cantidad de vidas. ¿Pero qué diría un hidalgo orgulloso de su estirpe si se viera en necesidad de ser transfundido con este producto de laboratorio? ¿Cómo se habrían visto a sí mismos quienes convencidos de la pureza de su sangre tuvieran que aceptar una sangre, ya no sólo ajena sino de laboratorio, falsa, hechiza, para sobrevivir?

Y se me ofrece este tema porque precisamente tengo que ir ahora a que me hagan una prueba de sangre. No precisamente para constatar su pureza e hidalguía, que ya se sabe que son de largo alcance, sino para ver su capacidad de coagulación, cosa bastante más prosaica. Lo hago con frecuencia desde hace más de un año para regular la dosis de anticoagulante que ingiero para tratar de evitar que se haga un grumito por ahí, en alguna vena, se desprenda y realice un viaje irresponsable y fatal por los ductos internos hasta llegar al pulmón y causar un desaguisado. Que sería definitivo, por supuesto. Porque resulta que la sangre no está tan determinada por su origen como por lo que comemos; si comemos alimentos ricos en hierro, como abundantes ensaladas verdes que evitan la anemia, propiciamos una mayor capacidad de coagulación de la sangre y por no estar anémicos acaba por volvérsenos espeso el caldo y hacérsenos bolas el engrudo.

Abro un cajón del viejo escritorio de roble y revuelvo algunos papeles amarillentos; de entre ellos sale éste que releo y me apetece compartir.

Y ahora lo digo en otros términos, más reales: reviso los archivos de la computadora y encuentro uno de hace muchos años que me apetece compartir. Pero era bonita la nostálgica evocación del mueble de antigua estirpe que me heredara un mi abuelo junto con una sangre limpia y orgullosa de su pasado heroico.

LOS LIBROS MÁGICOS / LOS MÁGICOS LIBROS

Hay varios mundos, o si se prefiere hay varias estancias en el mismo mundo en el que aparentemente vivimos. Es decir: vivimos pero esta vida sólo es apariencia, o más bien dicho, sólo es fragmento de apariencia. Trataré de explicarme: hay varios compartimentos en lo que llamamos la realidad en los que las cosas no ocurren de igual manera. En unos se vive de un modo y en otros, de otro. La misma realidad, el mismo entorno, como si pertenecieran a un bargueño de infinitos cajoncitos, se manifiesta de modos sumamente distintos en cada casilla.
Cada uno de los que habitamos el mundo, y para reducir un poco las proporciones y dejar que la imaginación se agarre de algo más tangible diré que cada uno de los habitantes del país, tiene la posibilidad de escoger en qué parte de la realidad le gustaría estar ubicado. Todo es que lo sepa, que alguien le informe que entre sus derechos humanos se encuentra el de decidir cómo quiere vivir su muy particular realidad. Y que sea dotado de la herramienta mínima necesaria.
¿Y en qué consiste esa peculiar herramienta mágica que puede hacer las veces de varita que tocando a cada uno en la cabeza, aunque hay quienes dicen que en donde debe tocar primordialmente es en el corazón, lo ubique de golpe y porrazo en el departamento de su preferencia?
Se podría decir que tal se halla en cada uno de los infinitos libros en que los escritores han ido construyendo las puertas que abren las cámaras de la imaginación.
El tiempo en ellos –los libros– sufre una violenta abolición o por decir mejor un cambio de ser que lo clona reproduciéndolo hasta el infinito, como una imagen ante dos espejos encontrados.

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