Tengo pereza mental. Por más que quiero, la máquina de pensar no arranca. El muestrario de cosas que me interesan o que supongo que puedan interesar a los demás permanece obstinadamente cerrado y se niega a mostrar sus maravillas. Los demás, me digo, deben estar en las mismas circunstancias que estoy yo, preguntándose por qué hay gente que no asume el descanso como una obligación. Es Jueves Santo. Pero, claro, siempre hay gente que tiene que estar activa para mover el motor mínimo del día: algunos que manejan vehículos, quienes atienden los establecimientos de comida, los que vigilan la seguridad pública y alguno que otro poeta que tiene que dar el testimonio. Lo que me consuela es pensar que mañana será peor. Me asomo por la ventana y la calle está vacía; busco el periódico por internet pero las páginas virtuales tienen sólo imágenes borrosas. Ni soñar con una sola noticia interesante.
La minuciosa labor del roce y el sudor de mis dedos, para colmo, ha borrado los signos que indican la letra que se activa en el tablero; voy a ciegas por la imaginación y por la memoria. Mi mamá era mecanógrafa; muchas veces, sobre todo cuando era muy chico, antes de entrar a la escuela, estuve con ella en la oficina en que trabajaba frente a una negra máquina de escribir enorme que tenía una pizarra alta al frente, de metal rígido, con un clip para fijar la hoja que había que copiar; el trabajo era eso, tomar un dictado en una escritura cifrada que permitía que el jefe, el señor, el licenciado, hablara cómodamente a su ritmo natural y enseguida la secretaria traducía esa taquigrafía a un escrito a máquina en hojas con membrete, con las copias necesarias a papel carbón, en que pudieran ponerse firmas y sellos que acabarían justificando el trabajo de todos y moviendo la máquina social de la burocracia. Ese escrito era borrador tantas veces como enmiendas quisiera o tuviera que hacer el licenciado, para eso estaban las mecanógrafas; la mecanógrafa, mi mamá, lo fijaba frente a sus ojos y sin mirar el teclado, como una virtuosa del piano, como una bandada de gorriones picoteando en un recipiente de alpiste, reproducía la hoja al ritmo de una dicción lenta pero continua, como un discurso sin atropellos, con serenidad, con conocimiento de causa.
Vaya, ya me pasó como a mi vecino Lope, al que Violante le mandó hacer un soneto, y resulta que ya tengo escrita, sin querer, mi página del día. Ahora sólo me falta elegir en el tiradero de al lado algún texto de los que se van quedando rezagados y mueren de melancolía en el cajón… ¡Ándale!, ya salió uno aquí que viene a cuento:
ATENCIÓN: VENCEJOS EN EL AIRE
Lo normal es que uno alabe el canto de los pájaros, que celebre sus trinos con distintos modos y matices, que diga que a su arrullo las mejores causas de amor tienen cabida y tienen defensa los momentos más crudos, si es que uno es de esas personas que van valorando los distintos momentos que vive en una especie de contabilidad vital, digamos. De suyo los de los pájaros son los hilos con que se teje el gusto por la vida.
Quién, qué poeta, qué alma sensible no ha glosado esa orquesta de ángeles en matinal espejo de ánimas que es el canto de los pájaros apenas haya cerca un árbol, un jardín, un seto respetable. ¡Con qué tenacidad nos acompañan! Y aquí hay al lado mismo un jardín, el de la casa de Lope y ahora sí que a vuelo de pájaro, cerquísima, el Real Botánico y el muy arbolado Paseo del Prado. Me acuerdo sin miedo del bosque de bambú en dos o tres metros de la calle Tiépolo, a veinte metros de mi casa, en México, donde una hipérbole de pájaros despertaba mi terraza con infinita alegría. Yo los espiaba con sigilo y en bata venir a degustar los mijos, las chías, los alpistes, las semillitas de linaza con que los convidaba mi mano franciscana. Mirlos, gorriones, ruiseñores, clarines y zenzontles, canarios y verdines, canten, digo hoy en la memoria revenida como cauce de agua fresca, correspondan a mis expectativas, digan la voz de lo precioso, endulcen el aire de todos y recompongan el mundo, cuyo son ustedes como joyas audaces en la cristalería de la naturaleza. La función, la sacrosanta función de la poesía, les digo casi a gritos.
Sí, sí, puede decirse incluso que estamos hartos del lugar común que representa su alabanza, que de tan abundante resulta ya pesada la exaltación de esa belleza. Oh. ¡Pájaros! Pues hay también reverso en esto de los pájaros; si estás en Madrid difícilmente te escaparás del horroroso rechinar de los vencejos que llegan hacia la mitad de la primavera y comienzan a reproducirse con nerviosismo impaciente, de modo que al comenzar el verano, cuando no hay más remedio que tener abiertas las ventanas porque el calor aturde, son ya tantos que no hay Ilíada que los contenga y describa ni narre sus batallas y pasiones, su vocación inicial de golondrinas pervertidas al vuelo por ve tú a saber qué tentaciones, sus aguzadas quillas que así cortan el aire como si tuvieran que atravesar Mediterráneos enfrentados entre sí siglo tras siglo sin llegar a armonizar jamás su convivencia. Éstos no cantan, chirrían; son alambres estirados en el aire, vuelan en todas direcciones y como italianos locos al volante hacen sonar sus bocinas agudísimas de metal tenso de seguro para no estrellarse unos con otros. ¡Quién puede quererlos! Como si hubieran soltado a un mismo tiempo todos los Heinkel, los Junker, los Fiat, los Chatos, los Savoias, los Romeos y los Messerschmidt que volaron aquí arriba en el 37 y el 38.
Pero todo tiene su límite, hasta esto de los pájaros: hacia finales de julio comienzan a remontarse cada vez más alto, más lejano, más puntitos desbarajustados en el cielo hasta que desaparecen. Emigran como las almas, para arriba. De modo que al empezar agosto uno no sabe ya si los aborrece y qué bueno que se fueron o en realidad los extraña tanto que quisiera vivir un año más para volver a verlos.