En México se usa una tela basta y tosca de algodón muy absorbente tejido en hilos gruesos, de trama y urdimbre sencilla, con pocas variantes de color, que va del blanco sucio al rosa mortecino y a un azul opaco y mustio, cuyo ignoto diseño, adornado con filetes de color más oscuro que hacen una discretísima cuadrícula, es idéntico al que se usaba cuando mis padres eran pequeños y jamás oí que hubiera sido distinto en tiempos de los suyos o que tal hubieran contado sus mayores acerca de los gloriosos de María Castaña, lo que me hace pensar que su origen se pierde en el oscuro pozo del tiempo; se compra por metros y se le cose un dobladillo en casa para que no se deshilache, y suele estar a la venta, muchas veces exhibida en rollos, en donde uno puede escoger el ancho, el largo y el grueso requerido, además de las tiendas de telas, a la entrada de las tlapalerías (paciencia, que viene la glosa: del nahua tlapalli, pintura, y que es el establecimiento en que se venden herramientas y toda clase de enseres para el cuidado y mantenimiento de la casa, además de las jarcierías -de purísima raíz griega, para que vean de qué están hechas las lenguas-; en España se usan dos tiendas para estos fines: ferreterías y droguerías). La tela que nos ocupa en este opúsculo se llama jerga y su uso prioritario es la limpieza, particularmente de los pisos.
De rodillas, me decía mi mamá; lava bien la jerga en tu cubeta y arrodíllate para que sientas que va quedando limpio, y enjuágala con frecuencia. Ideal era tener dos cubetas: una con agua jabonosa y otra con agua limpia; sacaba uno la jerga chorreante del agua con jabón y frotaba el pedazo de suelo, luego exprimía el sobrante en la primera cubeta y la introducía en el agua limpia para enjuagarla y volverla a pasar, lo más seca posible, sobre el mismo trozo ya redimido antes de pasar al siguiente y repetir la operación; digamos que una mecánica sencilla pero eficaz. Hay, claro -a qué no se atreverá el ingenio humano-, unos palos terminados en su parte baja con otro transversal en el que se coloca la jerga y así no hay que hacerlo de rodillas, y aun hay otros que tienen en este remate bajo un filo de hule (también del nahua ulli), o caucho (del quechua kawchu), muy útil para arrastrar el agua sobrante en pisos de superficie muy lisa o en los vidrios de las ventanas. En España se usa para la primera de estas labores una herramienta llamada fregona que está hecha hoy día de tela sintética o estambres muy gruesos de algodón, en tiras o flecos, y se presenta en el extremo de un palo, como remedo de peluquín, que se exprime en un artilugio de plástico adaptado a un cubo, del mismo material, que ante la presión del demandante y un ligero movimiento de torsión, cierra unas aspas que oprimen los flecos y los hacen ceder la mayor parte de su contenido acuoso; o sea, no hay que meter las manos.
En todo caso lo único que quería transmitir es que me siento como jerga de trapear, que es una expresión muy comprensible para los mexicanos pero no estoy seguro que sin mi explicación anterior lo fuera para los millones de hablantes del idioma que no viven en ese interesante país creador de idiomas. Y no vayan a creer que esta sensación de trapo pisoteado proviene de los efectos de la quimio sino porque anoche, como bien pude prever, se habían quedado aires de revancha en la partida de continental y entre María, Rodrigo, Fernando y yo, nos comimos las dos y las tres de la mañana buscando las tercias y las corridas que nos hicieran triunfar (para quienes no conocen este juego, les sugiero que estén pendientes de próximas ediciones de su bitácora consentida en las que tal vez se explique con detalle). Y claro, el deber me hizo despertar a cumplir con mi obligación antes de rendirle al sueño el tributo necesario. Ahora no puedo explicarlo porque me siento, ya lo dije, como trapeador.