Modos de amanecer

No todo en el verano es gracia. Uno de los inconvenientes es la promiscuidad de sonidos. Como hace calor la gente abre las ventanas para ventilar las casas y de paso ventilan intimidades de más. Los patios comunes son amplificadores por los que rebotan las privadas acciones sonoras de los vecinos. Hoy, por ejemplo, me despierto con salmos y oraciones que no alcanzo a descifrar pero sí a comprender de qué se trata. Hay una vecina a la que le gusta escuchar misas y rosarios grabados y no cree que eso pueda incomodar a nadie. Y no, no es la oración lo que atosiga sino el runrún de una voz monótona y grave que taladra el espacio y entra al mío como un animalito inquieto que anduviera buscando en dónde acomodarse. Ni una almohada echada sobre mi cabeza logra ahuyentar al bicho: bsss,bsss, bsss, lo oigo y aunque quisiera estar un rato más sin conciencia, comienzo a imaginarme la cámara en que ocurren los hechos de mi vecina: una pieza amplia con una cama modesta de la que ya ha salido la ocupante para sentarse muy modosita en un sitio frente a un decorado de altar doméstico con vírgenes, veladoras, santos, dorados, rojos, terciopelos, plata y alguno que otro brillo.

¿Y a mí qué me importa? ¿por qué tengo que ponerme a imaginar cosas que no me incumben? Pues por la indiscreción de mi vecina que no calcula hasta dónde pueden llegar los decibelios de su escuchancia. Pero por otro lado está el calor: eso de echarse una almohada sobre la cabeza representa un arriesgado acto de autoinmolación; como en un horno bajo tierra, los sesos comienzan a segregar humedad caliente; todo se hace un microclima insano en el que la inquietud campea; algo se licua, comienza a oler, escurre, se cuela entre la frente y el pelo, entre la oreja y el cuello, entre las sienes y el rabillo del ojo. Una viborilla líquida se desplaza hasta tocar el lagrimal de un ojo y no hay más remedio que meter la mano para ahuyentarla. Pero toda acción responde a órdenes de la vigilia: se acabó el dormir porque hay ruidos y hace calor, en eso puede traducirse todo. Y si abro la ventana yo también para que corra un poco el aire me invadirá la voz de otro vecino que está comenzando a explicarle algo a alguien.

Por eso es que son buenos los hábitos colectivos, las costumbres sociales: si todo el mundo se duerme a más tardar a las doce, todo el mundo puede estar plenamente descansado y reparado a las siete y así nadie molestaría a nadie. Pero el verano es tan alcahuete que propicia los excesos de la noche y uno quiere hablar, comer, cantar, contar, estar con sus amigos, su mujer y sus hijos, jugar barajas, inventar mentiras, aflojar la espita y que corra el rojo vino por las baldosas hasta las horas de la madrugada. Pero, claro, luego vienen las quejas. O no sé en realidad si son quejas o simplemente una manera de despertar que no coincide con las condiciones que hay cuando las ventanas están cerradas y cada quien en su casa y Dios en la de todos, como dicen las madres de por acá.

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