Sansón y la justicia

Ayer leí una novela de Robert Louis Stevenson que se llama El Weir de Hermiston, una novelita inconclusa, por desgracia; se murió y la dejó a medias, aunque su amanuense nos cuenta cómo pensaba continuar y terminar. Trata de una relación padre hijo entre un juez frío, severo, imperturbable al aplicar la justicia, y su hijo sensible, delicado, humanista, inclinado a la reflexión y al análisis del comportamiento humano. Pocas veces he leído un texto en que el autor despliegue más conocimiento de los inagotables matices del alma humana, de las posibilidades de explicación que tienen los movimientos más insignificantes de la conducta; un tono, un volumen de voz, la dirección de una mirada, la manera de anudarse un pañuelo, pueden constituir la más acabada expresión particular y colectiva del alma de las personas y del alma de los pueblos. Es una lástima que la novela se haya quedado a medias; se echan de menos las justificaciones con que el novelista habría legitimado el hecho de que el padre condene a muerte al hijo único por contravenir la justicia.

Así que cogimos la carretera primero hacia Valencia y luego derechito a Madrid; no me detuve más que a cargar combustible de coche y de persona, diesel y pinchos de tortilla, con un aconsejado descanso de media hora, y por la tarde estábamos en casa, hogar dulce hogar, casita linda, mi rinconcito, mi lugarcito consentido. No lo noto mientras estoy en ello, pero sí me cansa manejar; no como caminar, que me pide sentarme al poco rato; manejando no me doy cuenta, no siento ninguna incomodidad, pero cuando llegamos al destino y traigo tres o cuatro horas de conducción, aunque haya venido sentado cómodamente, me derrumbo. Y así me derrumbé, como el edificio que tira Sansón conmoviendo con renovada fuerza hercúlea sus columnas para vengarse de tres mil filisteos que estaban allí para entretenerse a sus costillas. Y a propósito: pienso si todo no será por culpa de mi peluquero que me tiene con la cabeza casi rapada; es cierto que yo le dije que lo cortara sin miedo, que se fuera hasta abajo, que ya crecería, que bla bla bla, pero es probable que yo ignorara -y él no- que mi fuerza radica en la longitud de mis cabellos y por eso ando tan apendejadillo. No sé, habrá que esperar a que me crezca.

Y por lo pronto, desayunar, bañarse, integrarse a las rutinas domésticas. Hay que ir al mercado porque no tenemos fruta y eso me resulta imperdonable; no es desayunar comer algo que no vaya precedido por la dulce frescura de la fruta. Así que cerremos el capítulo de la bitácora de este día, dejemos de pensar en agregarle historias y sucedidos y emprendamos con seriedad las obligaciones del día. Porque en el cumplimiento del deber está la explicación de todas las cosas. Y su más alta justificación. Tal vez en el mercado Antón Martín encuentre la razón de esta inquietud que de pronto me impele a precipitar los acontecimientos del día y poner a riesgo la punta de mi nariz. Nunca se sabe, el futuro se está construyendo como las llamas de una hoguera y no se sabe nunca hasta dónde llegarán las lenguas del fuego.

Entradas creadas 980

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Entradas relacionadas

Comienza escribiendo tu búsqueda y pulsa enter para buscar. Presiona ESC para cancelar.

Volver arriba