Uno de los efectos más pertinaces de la quimio ha sido el endurecimiento de la planta de los pies. Durante mucho tiempo me quejé de que la almohadilla o puente entre los dedos y el arco, estaba como hinchada y tenía una sensación equiparable a la de encía inflamada; pues poco a poco se ha ido extendiendo al resto de la planta de ambos pies, y lo peor es que he comenzado a detectarlo en las manos, en las yemas de los dedos, que desde hace algún tiempo están con un hormigueo que aumenta poco a poco. Todo fuera como eso, claro, hay cosas mucho peores. Tenemos una relativa flexibilidad en la planta de los pies; uno estira los dedos o los encoge y toda la planta del pie se activa; pues en mí no: se manifiesta, sí, pero en su dureza e incomodidad. No; en ningún momento llega a ser dolor, sólo es molestia. Un acartonamiento sin gracia cual ninguna. Como si fuera perdiendo territorio. Un médico me dijo –no sé si sea cierto- que es a causa de los metales de la quimio que, al no poder eliminarse, caen por gravedad y se asientan en las extremidades. Bonita cosa. Por mí que me hagan unos cortecitos y me pongan un imán.
Imagino las bolas de aserrín metálico que se irían haciendo y que yo guardaría cuidadosamente con sus destellos luminosos en una cajita forrada de terciopelo rojo como remembranza romántica de cuando los metales preciosos -preciosos tienen que ser, porque ni modo de creer que le metan a uno plomo o fierro viles- corrían por los pasillos y salones iluminados del caudal de mi sangre engalanando las fiestas y saraos que se organizaban para despedir a las peores células, las más díscolas que se habían manifestado y menos disciplina y orden guardaban en relación con las demás. Ah, qué guateques se armaban, cómo corrían ríos de vinos espumosos, rojas fuentes de tintos que abastecía el propio Dionisos sin descuidarse nunca, grifos de oro brillante de los que brotaban unos rones que en su origen habían sido jugos de cañas dulces mecidas bajo soles tropicales y maduros, y mezcales del desierto, de agaves crecidos con la certeza de que el sol se ha muerto en el zenit y nadie ha dado la voz de alarma porque no hay un alma, que manaban de damajuanas inmensas que nunca se agotaban.
Y entre estas dos vertientes de la realidad me debato. Una cosa y otra son ciertas. La verdad es una chiquilla que se deja escoger para bailar con ella. Nos mira siempre con una sonrisa enigmática, espigada en su vestidito de tela simple floreada y abierto el escote provocador, retándonos para que la consagremos en el altar de las divinidades o la llevemos arrastrada de las greñas a nuestro cubil de solitarios. Y cada quien sabe con cual de las advocaciones de la verdad se queda a la hora de definirse. Mire usted, señor, la mera y pura verdad es que tengo las patrullas duras, como encallecidas y eso, si no me lo toma usted a mal, es también motivo de fiesta, porque, mire usted, cuando calibro lo que queda y lo que se va me alegra un montón tener estas pequeñas rémoras a cambio de seguir tirando -buey que es uno- con el peso de mi muy personal e íntima carreta; ¿me agarra la onda?