El espejo encantado

Ahora no voy porque me resulta muy agotador pero los primeros años que viví en Madrid solía ir con frecuencia los domingos al Rastro; sobre todo los primeros meses, cuando monté mi casa, porque de México no me traje prácticamente nada más que unos equipales, algunos cuadros y unos pocos libros. En el Rastro, ese hervidero comercial de cuanto hay de los domingos, encontré algunas maravillas porque lo mismo venden allí trapos de todo tipo para ponerse que chucherías, vejestorios, antigüedades y desperdicios. Compré un ropero decorado que pensé habilitar como cantina, aunque después se impuso su verdadera vocación y se quedó para guardar los abrigos de invierno; compré un espejo grandísimo enmarcado que al verlo supe cuál sería su lugar y el efecto que haría en la casa: entras y si miras a la izquierda, hacia el pasillo que da a los dormitorios, te encuentras con una imagen repetida de ti mismo mirando hacia el pasillo que da a los dormitorios. Un día me puse a regatear por un caballo de piedra antiguo que ni se me ocurría para qué podía quererlo; finalmente llegamos a un acuerdo y lo merqué; allí está el caballito, que pesa como si fuera de verdad, de macetero.

Otros muebles tengo que provienen de ese mercado de pulgas, como una cajonera que ha sido utilísima para guardar de todo y unas lámparas de barco que quedaron discretamente ubicadas en varios lugares de la casa. Esas las fui comprando poco a poco; primero encontré unas pinchitas pero que quedaban muy bien en un pasillo, luego una medianona que escogió el comedor para quedarse y por último compré una grande que se acomodó de perlas en un recoveco del salón en donde permanece desde entonces a resguardo de todos los vaivenes marítimos que pudieran recordarle zangoloteos infaustos. Un domingo me encontré con un azulejo dizque antiguo que me gustó para que adornara alguna pared de la casa; lo compré y estuve hablando con las paredes para que me dijeran cuál lo quería tener. Yo, me dijo una del salón, y ocurrió lo que ya conté el 17 de mayo pasado, a donde os remito para que completéis vuestra información. Que podéis complementar con la referencia de imágenes del mismo día.

Pero la pieza estelar es un espejo mágico que me encontré un domingo. Es cosa antigua y debe haber servido en casa de alguna princesa encantada de donde obtuvo la facultad de iluminarse con sutiles matices a cualquier hora del día. Tú ves el salón y captas una determinada intensidad de luz, según la hora del día y dependiendo de que estén abiertas o cerradas las persianas porque sea verano o invierno, pero volteas a ver el espejo redondo con su grueso marco de mediacaña dorada y ves luces que no existen, que no están aquí, que el espejo trajo de otra vida que tuvo, una en la que los reflejos de la felicidad daban destellos a un ambiente de agua y cristales que se le quedaron dentro y que el hombre que me lo vendió no supo ver porque de haberlo sabido me habría cobrado todo el oro del mundo por el espejo encantado.

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