Cosas inexplicables

Hay tantas cosas que uno no se explica. Es decir, hay tantas cosas que ocurren o están ahí con su naturaleza y uno quisiera poder desmoronarlas y aplicarles la regla de sus mediciones particulares, pero no siempre se puede. Ahí tienen, por ejemplo, el caso extrañísimo de los controles de luz en los baños de las casas españolas, que todos están fuera. Vas al baño y antes de entrar tienes que encender la luz y apagarla una vez que has salido. En las casas particulares no hay problema, enciendes y ya, apagas y ya; pero en los baños de los restaurantes y otros lugares públicos la cosa se complica con frecuencia: el apagador, que está fuera, suele tener un temporizador, un mecanismo que hace que dure equis tiempo y se apague automáticamente; tú, muy quitado de la pena entras al retrete una vez que has encendido desde fuera la luz pero tus acciones tienen que coincidir con el tiempo que el diseñador dispuso para tal efecto porque si no a medio trabajo te puedes quedar a oscuras sin la posibilidad de salir a darle otro toquecito al famoso temporizador para que se active y te conceda más plazo. O tener cachaza para decir con voz fuerte: ¡eh!, ¿hay alguien ahí? Por favor, darle un tiento al apagador porque me he quedado a oscuras.

O la utilización de ciertas palabras que tiene su modo peculiar en cada parcela del idioma. Acá, por ejemplo, cuando una línea telefónica está en uso y no puedes hacer efectiva tu llamada porque suena la universal señal continua indicándote que hay otros usuarios en ese momento hablando entre sí, se dice que el teléfono comunica. De modo que los primeros días en la oficina, cuando llegué a trabajar de sopetón en un país que, aunque comparte la misma lengua con el nuestro y otros veinte, me era desconocido en sus minucias, sufría desconciertos mayúsculos. Comunícame con tal persona, le decía a la secretaria; no se puede, me contestaba pasados unos momentos, porque el teléfono comunica. Pues sí, eso es precisamente lo que quiero, que me comunique. Pero hay que esperar porque comunica. Y así podíamos seguir, con una escena de confusiones y carcajadas locas de comedia, sin que lograra entender que lo que quería decir la secretaria era que el teléfono que marcaba estaba ocupado, en uso, y no se podía lograr, precisamente, la comunicación. O sea que, según eso, cuando comunica es que no comunica porque está comunicado con un tercero.

Dame una rebanada de ese queso, le dije al charcutero que tiene su negocio en Santa Isabel, en las goteras del mercado Antón Martín; no, me dijo socarrón, las rebanadas son de pan, estas son lonchas. Está bien, dije, lónchame uno poco de ese queso. Me miró primero con un dejo de rencor verbal y acabó riéndose y despachándome lo que le pedía. Pero, bueno, lo de menos son esas nimiedades anecdóticas; hay cosas mucho más incomprensibles: el gobierno ha propuesto y el congreso ha convertido en ley, la educación para la ciudadanía; ley que debe ser acatada por todos porque esto es una democracia y mandan las mayorías representadas en un congreso cuya función es normar la vida colectiva, y desde mi punto de vista, altamente necesaria en este país y en casi todos los demás para que los ciudadanos aprendan a convivir entre sí lo más constructivamente posible. Pues la jerarquía eclesiástica española, apoyada por el Vaticano, dice que tal educación, la de la ciudadanía, es un atentado contra los derechos humanos. ¡Tiene narices! (expresión hispana que equivale a ¡qué huevos!)

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