Me resisto a tener aire acondicionado. Pero en cambio sí tengo calefacción. El calor no me es tan insoportable como el frío. La verdad es que el invierno sin calefacción sería insufrible. Del calor, en cambio, me gusta su amorosidad materna, su humedad olorosa e íntima, su buena disposición para convivir de buena gana -como gato con bola de estambre- con un abanico, una brisa que sople, un tantito de fresco que se asome por algún chiflón, o como hoy, que derivó en lo que aquí se llama tormenta y que es una poca de lluvia mitigadora envuelta en algunos truenos de león manso. De modo que si el cambio climático no acelera sus efectos, creo que seguiré viviendo sin enfriadores de aire. Aunque sí hay un pero: el de las ventanas: tengo una vecina sorda que enciende el televisor muy alto; me dan ganas de aventarle el libro que no me deja leer, a ver si atino y se le rompe el maldito aparato; tengo otra que enciende la radio muy temprano para seguir sus devociones religiosas, cuyas indulgencias entran a mi sueño matutino y me hacen mezclarlas con maldiciones. Ay, pobre de mi vecina, pienso, purificándose ella y yo ensuciándole el alma con mis imprecaciones. A ver si aprende. Los ruidos accidentales pasan y se olvidan pero los habituales modifican la idea que uno tiene de la vida. Pero no, aun así no pondré aire acondicionado.
Porque uno tiene su propia idea de lo que es la vida, no hay una plantilla de información regular que se nos dé a todos en el momento del acceder al aire y empezar a enhebrar unos con otros los hilos impensables de lo que en algún momento se llamó el tejido de las Parcas, la tela del destino. Aun las vidas más parecidas acaban mostrando diferencias que, si en su aparición fueron ínfimas, pueden recalar en abismos de profundidad insondable. Ahí está, por ejemplo, una noticia que salió hace unos días en el periódico Reforma: los jefes de un grupo de paras colombianos obligan a sus hombres a beber sangre de sus víctimas y a comer su carne, y uno narra la experiencia de haber victimado a su mejor amigo. Parece espeluznante, pero entre lo que hacemos y lo que somos capaces de hacer hay un abismo; ese abismo entre la civilización y la barbarie es la idea del mundo que adquirimos de manera colectiva en la vida comunitaria, de iguales en el derecho, de usos y costumbres, y la oportunidad de conservarla y valorarla. Más el enigma constante del albedrío.
Es cierto, uno tiene su idea personal de lo que es la vida, y esa idea incluye sus límites; en lo que hay que fijarse es en los motivos para romperlos. En el lugar en el que uno se encuentra cuando aparece el impulso. Supongo que yo no sería capaz de encontrarme una jovencita de quince años con la mitad de masa corporal que la mía, cuando mucho, a media noche en un camino desolado, intentar violarla y acabar haciéndolo, matándola y enterrándola, como acaba de ocurrir esta semana: Fabio Franco atacó a Fernanda Fabiola en el Fraile, en Tenerife (¡uf, cuántas fatídicas efes!). Mucho menos volvería acciones mis deseos aviesos contra mis vecinas que dejan abiertas las ventanas en verano y me obligan a reflexionar sobre la insondable condición humana. Quizás esa sea la mejor razón para no poner aire acondicionado.