A vista de los dioses

Ayer veníamos en las poderosas espaldas de Zeus que amontona las nubes. Qué distinta es la mirada de los seres superiores, que miran desde el espacio inconmensurable las cosas y su insondable pequeñez. Por eso nos tratan con tanto desprecio, a pesar de nuestros ruegos y de todas las muestras de veneración que les hacemos; acaban burlándose de los sacrificios y hecatombes porque a esa distancia que ellos se mueven difícilmente llega el humo de los fuegos en los que ofrendamos nuestras pingües ovejas y nuestros bueyes de rótiles corvas para su regocijo y mucho menos llegan nuestras voces con sus plegarias clarisonantes que envolvemos en profunda emoción para conmoverlos. Ni se enteran. Pasan muy por arriba de las nubes con la vista puesta en horizontes que abarcan a un tiempo el mar y la tierra, las montañas que sobresalen, los volcanes, los lagos y los valles de cuadrícula verde.

Estimados pasajeros, les habla desde la cabina el capitán Jehová; en veinte minutos aterrizaremos en el aeropuerto Benito Juárez de la ciudad de México, les rogamos que mantengan puestos sus cinturones y cumplan con todo el instructivo que ya se tienen que saber después de tantos años de ir y venir con nosotros desde cualquier lado al otro lado y viceversa. Nosotros muy aplicados nos asomábamos por los ojos del dios, que los tiene a montones acomodados a lo largo de todo el cuerpo. Ahora dará la vuelta por tierras tlaxcaltecas e hidalguenses para enfilarse por territorios de estirpe mexiquense, cada vez más visibles porque va bajando hacia la poderosa tierra que posee en sí todos los bienes materiales que se pueden desear. Si a la izquierda se ve el cerro del Chiquihuite lleno de antenas es que ya llegamos y todo lo que hay por ver se precipita al ojo atónito de este observador absorto que no aprende a controlar su emoción por más que repite la experiencia. Por la derecha, pues ha llovido en abundancia este año, doquier se ven cuerpos de agua que deben ser la laguna de Zumpango y el lago de Guadalupe y la presa de no sé cuántos.

Y mira, allí están ya las torres de Ciudad Satélite y la zona fabril de San Bartolo y la cúpula blanca de El Toreo; allá el Panteón de San Joaquín y el Hipódromo de las Américas y los campos militares y el Bosque de Chapultepec y los edificios cada vez más abundantes y señalados de Santa Fe. Pues todo viene al ojo ya con descomunal presencia cuanto que cada vez baja más la deidad que nos transporta. El alma se inclina a mirar hacia la izquierda por disfrutar de la ciudad cuyo cuerpo inconmensurable yace allí tendido esperando a estos aventureros que han cruzado una cuarta parte de la tierra sólo para venir a comerse unos tacos de achicalada con salsa verde, su cebollita y su cilantrito. Pero la izquierda queda muy lejos y uno no se puede andar paseando por esta panza vacía de un lado para otro porque lo impiden el cinturón y las sobrecargos. No queda más que acudir a la memoria para saber todo lo que se ve desde aquel otro lado. Pero si ya pasamos la Calzada de Tlalpan y allí está la geometría de cobre del Palacio de los Deportes es que sólo faltan segundos para volver a estar en la tierra, nuestro natural elemento, del que nos elevamos con la ilusión de codearnos con ellos, con los dioses.


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