Oaxaca y Toledo

Después de Tehuacán, la carretera es un desastre; no hay cómo asociarla con los puercos pero se podría decir que es una porquería. Llámanla autopista pero es una vía de doble circulación con un estrecho acotamiento de cada lado para que el que va adelante, si tiene la buena disposición y hay un trecho con visibilidad suficiente, se haga a un lado y puedas rebasarlo, y como tiene que pasar por los muy accidentados rumbos de la Sierra Mixteca, está llena de curvas y hay por doquier deslaves que llenan de piedras de diversos calibres el pavimento por lo que si no te pones trucha es fácil que pierdas la compostura, o la vida, según sea el caso. Pero tiene la notoria particularidad de que te encuentras con frecuencia con casetas de cobro que en lugar de indemnizarte y ofrecer disculpas te cobran, y grandes letreros que te educan y te sacan del error de apreciación: Autopista de tal a tal, seguridad, rapidez, confort, y otras consideraciones que te dejan turulato. Nos detuvimos tres veces por tramos en reparación, mientras pasaban los de allá para acá; en el último retén estuvimos media hora. Esto no podría ocurrir en una carretera del centro o del norte de la República, sería un escándalo y los medios se encargarían de azuzar el descontento, pero parece que el país sigue pensando que el sur lo aguanta todo. Lo que sí vimos a lo largo del camino fueron muchos soldados. Dicen que por aquí abundan los alborotadores.

Pero llegamos bajo un profuso manto de lluvia a la bellísima Oaxaca e hicimos por la noche en el Iago la presentación de mi libro. El Instituto de Artes Gráficas de Oaxaca es una casa grande y hermosa, del Siglo XVIII, donada por la familia Toledo para hacer el fundamento de la vastísima labor filantrópica del pintor Francisco Toledo en la vida cultural de la ciudad. Por cierto, al llegar a la Galería en donde nos dieron de comer exquisiteces de la cocina local, nos topamos nariz con nariz con el propio Toledo, con quien toda la vida he tenido una relación imposible: lo admiro muchísimo pero su modestia y su timidez me desarman, sus ojillos inteligentes y brillantes me vuelven absolutamente tímido y no sé cómo comportarme. Mi apariencia y mi modo me parecen ridículos; hasta el pelo me parece que lo tengo fuera de lugar. Siempre me ha pasado lo mismo con él. Y lo lamento.

En una sala pequeña pero repleta de personas interesadas leí con entusiamo mis poemas. Eso es otra cosa. Ah, qué grato fue, qué edificante. Lo que más me gusta en la vida es leer mis poemas en voz alta ante espectadores dispuestos, así que imagínense si habrá sido agradable. Hoy y mañana tendremos sesiones de taller con escritores jóvenes y luego regresaremos a México por la misma infernal carretera. ¡Alabado sea el Santísimo!

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