Cada quien tiene sus lugares de culto y en ellos no valen calificaciones extemporáneas; son lo que son en la memoria y sus virtudes están quietas en el tiempo. Suelen estar en los alrededores de la niñez o en el acceso al mundo de los demás que es la adolescencia. Los míos están por la Avenida Ribera de San Cosme y sus cercanías. La cantidad de evocaciones que puedo hacer es de naturaleza proustiana; enlazadas unas con otras construirían naturalezas nuevas con sistemas complejos e inéditos de relación y crecimiento de sus células y harían uno de esos mundos en que se pierden los más audaces exploradores y se engolosinan los curiosos insaciables de vidas ajenas. La máquina de recordar percibe imágenes, sonidos, olores, sabores definidos y palpaduras que están guardadas en el más recatado rincón. Si voy por esos sitios estalla la memoria y sus esquirlas alcanzan todo cuerpo y todo espíritu que por ahí se mueva.
Y pues ayer nos fuimos a comer a Boca del Río, que es uno de esos altares en que oficio la devoción de mis recuerdos. Es una ostionería grandota y fría cuyo encanto radica en que está diseñada para que quepamos todos. Calculo que el aforo de la planta baja ronde los cuatrocientos o quinientos comensales, y tiene un segundo nivel que no sé si se sigue usando, más grande todavía. La ostionería, como su nombre indica, es un restaurante dedicado al rubro de pescados y mariscos. Llamamos ostiones a lo que otros llaman ostras (así el género sería ostrería) y suele haber en la entrada, al término o principio de la barra, como reclamo para antojadizos, dos o tres hombres desconchando el molusco. La especialidad son los cocteles fríos, de ostiones, de camarones, de jaiba, de cebiche, de callo de hacha, de pulpo, pero también tienen platillos calientes: mojarra frita, filete al mojo de ajo, caldo de camarón o de pescado, y varias otras delicias. De más está decir que es un sitio popular, de precios razonables y excelente servicio, y que hay meseras que me recuerdan de cuando yo lucía.
Tuvo un par de décadas de decaimiento; parecía que el barco se iba a pique, que el concepto de ostionería popular había quedado obsoleto y un lugar tan grande y en cierto sentido desangelado estaba ya condenado al fracaso; cuando iba yo con mis hijos pequeños pensaba en las glorias de antaño; pero nuevas generaciones han encontrado el encanto y ayer que fuimos estaba completamente lleno y navegando con todo su entusiasmo. Ahora lo han hecho franquicia y existen ya cinco o seis bocas del río en diferentes puntos de la ciudad. Entré en éste rodeado de la hueste alborotada de mis recuerdos –ellos y yo cupimos con holgura- y todos fuimos encontrando lugar, acogidos con calidez fraterna, en las mesas de una clase social que mis tímidos recuerdos reconocen como propia.