Mover el manto de nubes

Amaneció nublado y lluvioso. No es que haga frío, porque en esta época no suele hacer frío en la ciudad de México, pero sí se siente la carencia del sol que tanto tiene que ver con las virtudes colorísticas de esta ciudad y con los huesos de sus habitantes. Hay edificios que parecen aberrantes engendros si les falta el toque arquitectónico del sol, y el juego cromático de su universo urbano de ciudad capital se emborrona en la paleta y se pierde buena parte de una voluntad colectiva de ornato que lleva siglos puliendo sus matices. Si falta sol la osamenta colectiva parece menos ágil y una cierta torpeza se apelmaza en la entrada de las oficinas, en el interior de los transportes colectivos, en los cruces populosos y en las manifestaciones gremiales que parecen quejarse de la grisura con que el día se desempeña. Las leyes en el Congreso no prosperan, los pintores y sus modelos descansan en los estudios ensombrecidos y las decisiones presidenciales disgustan al pueblo. Está hecha para que haya sol, no hay más remedio.

Hoy por la tarde es la presentación de mi libro en el Bar Ronda, de Avenida de la Paz 58 –a unos pasos del Convento del Carmen, a cuyas momias venerables habré de pedir al rato prestada el alma para mis hechizos solares- y no me gustaría competir con la lluvia. Tendré que salir al rato a la terraza y concentrarme a profundidad para que mis artes de Fumanchú abran un hueco en la capa de nubes capaz de dejar pasar algunos rayos solares por la tarde que les transmitan a quienes piensan venir esa sensación capilar de alegría que hace falta a veces para coger un impulso. E irán saliendo los interesados de sus casas, de sus lugares de trabajo, de sus sitios de entretenimiento; de todos los rumbos de la ciudad se moverán cuerpos con gabardina rumbo a San Ángel; cientos, miles; tanto personas solas como grupos de dos, de tres, de cinco, irán con sus paraguas cerrados apretados en la mano sin saber ni para qué los llevan –decirlo así por la mañana es parte del conjuro para la tarde- acariciando sus expectativas de gozo mientras absorben por la piel los providenciales rayos que les habré conseguido con mis artes.

Nadie sabrá, por supuesto, que mis habilidades nigrománticas hicieron ese huequito en el cielo por el que pase el poco de calor que se necesita para ir un miércoles nublado y lluvioso, por la tarde, a una lectura de poemas.

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