Por el camino a Saltillo se llega al municipio de Villa de Coss y un poco adelante, si uno entra hace veinticinco o veintiseis años, con su Mercedes Benz ya entonces antiguo y arriesgado de sobra a venir a tan colmada lejanía, por unas veredas de tierra sin señalamientos, camino más para pezuñas y herraduras que para vehículos de motor, oteando, a un lado y otro, desierto, cactos, tierra dura, plantas bajas y espinosas, guiado por alguien que haya pasado allí su niñez, llegará tarde o temprano a Sierra Hermosa, una hacienda en ruinas rodeada de un caserío, que se quedó allí fuera del tiempo, sin luz eléctrica ni pavimentos ni nada que la ubique temporalmente en el momento en que llegamos a esa sorprendente visita al pasado. Todo es quietud y silencio. Sólo las voces de los animales se adueñan de la conversación de la tarde. El tono para recibir al recién llegado es bajo y comedido. La emoción tiene la mecha hacia adentro. El aspaviento no pertenece a este mundo. La prisa es mercancía que no se expende aquí, en donde no se expende casi nada.
Vivía todavía entonces en su pequeña casucha un hombre de más de noventa envuelto en un sarape, enjuto, casi quieto, casi inexistente, que hacía el pan calentando su horno con leña dura del desierto. Me dijeron de él que había sido panadero de la hacienda cuando ésta pertenecía a un sistema ganadero que recorría como arteria más de la mitad del país hasta llegar a la capital por puras tierras propias. Cuando los señores pagaban a la peonada con vales de la tienda de raya; antes de que la peonada encontrara como destino laboral irse de braceros al otro lado. En su sala de trabajo, de la mayor humildad, con su mesa y su horno, había ido guardando el calor de la memoria durante décadas para hacer el pan. Yo quise, pretencioso y ajeno, comprar todas las piezas del canastito porque me hallé con el pan más sabroso que he probado en mi vida, pero el viejo se opuso; no podía hacer más hasta el día siguiente y no era cosa de dejar a los otros sin lo suyo.
Juan Manuel de la Rosa me llevó a conocer su tierra y las impresiones que tengo son indelebles, y eso que nada más las he vivido por encima; esa vez y otra, que fuimos a llevar unas cajas de libros para proponerles que hicieran un club de lectura. Ya entonces habían cambiado las cosas: por arriba del arco, en medio de la puerta de la hacienda, como una estética nueva, pasaba orgulloso y orondo el cable de la electricidad. Y anoche estaban, en la inauguración de la exposición de Juan Manuel en el Museo Felguérez, de Zacatecas, un montón de personas de Sierra Hermosa; sobre todo niños de los que acuden al club de lectura. Vinieron a la capital a ver la luminosa exposición de su paisano; la que tiene en abstracto todo su entorno, toda la riqueza que ellos conocen, la luz, la profundidad, la discreción, el silencio, los lujos de oro del desierto.