Enormes camas

Si no te parece cómodo dormir con tu pareja por su inquietud nocturna, su temperatura, los sobresaltos de sus sueños, su olor agrio cuando se toma unas copas de más, porque tiene los pies fríos, porque su cabello sobre la almohada te da ansias, porque la tela de sus pijamas te pone de los nervios, porque te respira en la nuca, porque suda o por las razones que sean, lo de menos es que se hable y, si las condiciones lo permiten, acordar dormir en camas separadas; se diría que es casi una solución salomónica. El contrato de pareja no necesariamente se rompe, e incluso puede consolidarse y alargar en el tiempo sus bondades: la solidaridad, el respeto, la amistad, el cariño, la ternura, la protección, la defensa e incremento de los intereses patrimoniales comunes; ni siquiera tiene que quedar proscrito el erotismo porque mientras se duerma en la misma habitación siempre habrá oportunidades si hay estímulos y jamás podrá ser insalvable la distancia entre ambos lechos; Eros va y viene y no tiene casi necesidad de nuestras rutinas, el cupidillo travieso que se mete y sopla entre las piernas se las arregla para avivar la llama cuando uno más distraído está.

Lo que no es razonable es la ficción de que se duerme en la misma cama y que cada uno quede como a dos cuerpos de distancia del contrario; entre uno y otro se podría establecer un espacio de alquiler para caminantes agotados o abrir un camino vecinal para cruzar el barrio. Yo no sé a qué imaginación perversa se le ocurrió fabricar estas camas como para cuatro o cinco durmientes, y lo peor de todo, vendérselas a los hoteles y a las casas de algunas personas ricas, haciéndoles creer que es chic, sin tomar en consideración que es costumbre dormir de a uno o de a dos, y que tres o cuatro o más en la misma cama es anormal. A menos que el creador haya pensado que se podrían modificar costumbres e imponer la modalidad de invitar parejas ajenas a dormir con uno en el espacio vacío que se abre insondable entre quien convida y su cónyuge, pensando tal vez que su actividad, en caso de ser productiva, podría ser contagiosa –o al menos divertida-, o que podría servir de ejemplo si es que se trata de personas que tienen por costumbre dirimir con acritud sus diferencias en el lecho o, por el contrario, perdonarse mutuamente sus errores como condición para dormir tranquilos. Digamos que pudiera servir de vía pedagógica para mejorar la calidad de vida.

Pero si de lo que se trata es sólo de vender la sensación de holgura, de confort, de abundancia, del supuesto bienestar que da tener de más –como esas hamburguesas con que podrías hacer los alimentos de tres días antes de marchar a la guerra-, declaro que estas camas gigantes son un rotundo fracaso: tú o con quien duermes, uno de los dos, por fuerza, tiene que renunciar a la mesilla de noche y su lámpara, su reloj, su vaso de agua, sus fetiches nocturnos; tiene que renunciar al salto natural nocturno hacia las pantuflas para satisfacer cualquier necesidad; y ambos tienen que aceptar la indispensable condición de tensión de tienda de campaña de sábanas, mantas y colchas, pues un extremo queda tan lejos de otro que es imposible con la suave presión de los pies o el natural cambio de postura aflojarlas para que caigan con naturalidad sobre nuestros pobres cuerpos, sometidos, una vez más, a las aberrantes torturas del espíritu de consumo king size.

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