Riesgos

Riesgo siempre se corre. No sabe uno en dónde va a saltar la chispa de la casualidad que provoque el desencadenamiento de las cosas. Ahí tienen por ejemplo a Eneas; ha ido y venido en medio del desastre; los aqueos se salieron con la suya y entre astucias y audacias lograron que los teucros metieran el caballo a Troya. Y eso que Laocoonte se los había advertido pero como todas las cosas tienen anverso y reverso, los sitiados optaron por meter el animalote de madera en la ciudad con las consecuencias que ya todos sabemos. Los hombres han sido todos pasados a cuchillo; las mujeres y los niños están ya separados para repartírselos como parte del botín. Ya debe haber ocurrido la escena espeluznante en la que el hijo de Héctor, Astianante, es precipitado desde lo alto de la muralla ante los ojos desesperados de su madre Andrómaca, a quien no le queda más remedio que asumir que ya no tiene marido que la defienda y que de haber sido la esposa del mayor héroe de Ilión es ahora una pieza de intercambio entre la soldadesca vencedora. Y el único al que no le ha pasado nada, y no porque se haya andado escamoteando al peligro porque bien que ha estado peleando contra los invasores todo lo que ha podido sino que hay veces que a uno le toca y veces que no.

En esas está cuando ve acurrucadita en un rincón del templo de Vesta, tratando de esconderse, nada menos que a Helena, la hija de Tíndaro, la esposa de Menelao que huyó con Paris –porque nada ni nadie la ha reivindicado todavía de la culpa de haber aceptado el rapto-, la causante de todas las tragedias habidas y por haber en este enfrentamiento. Su primer impulso es matarla; si por ella han muerto todos los héroes, si por ella Príamo, el poderoso rey viejo ha sido ignominiosamente asesinado por Pirro, el hijo de Aquiles, que no heredó ni un ápice de la grandeza de su padre; si por ella el mundo se ha trastocado, los templos han sido saqueados y ofendidas las divinidades patrias, lo menos que Eneas puede hacer es aplicarle una muerte justiciera, según la justicia de los hombres. Aunque los dioses, ya se sabe, piensan de otra manera.

Virgilio, pobre, qué puede hacer, si hace ya siglos que Homero la puso al lado de Menelao recibiendo la visita de Telémaco, el hijo de Ulises, no precisamente arrepentida pero sí tachándose a sí misma de loca por haber cedido a la voluntad de los dioses. O sea, viva después de estos acontecimientos. Pero qué puede hacer Eneas que siente el impulso de matarla y está en situación de hacerlo. Por fortuna lo resuelve su madre, Venus, que una vez más se le aparece y le dice que no quiera intervenir en los designios divinos -que están fuera del tiempo-, que mejor vaya y busque a su pequeño hijo Iulo y a Creusa, su mujer y convenza a Anquises, su padre, de que abandonen Troya, en donde no tienen ya nada que hacer, y se vayan a buscar un nuevo destino que será nada menos que el imperio romano, si es que llegamos al final de la Eneida. Claro que habrá que pasar por muchas pruebas y superar montones de obstáculos, pero siempre son así las grandes causas. Hay que correr riesgos porque si no la vida no sabe a nada.

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