Los resentidos son los huesos de las pistolas, los que quedan exactamente en donde es más fácil sacar los revólveres para adelantar esa décima de segundo necesaria para ser el primero que dispara. Uno entonces ve cómo el contrario hunde el vientre hacia atrás, se queda unos segundos asombrado y finalmente cae herido de muerte por la celeridad de nuestra mano entrenada en las horas interminables del Oeste. Pues esos huesos son los que duelen de estar tantas horas en la cama. Me volteo para un lado y para otro y al ratito, chin, ya las pistolas quisieran ser de borra, de plumas de almohada para no sentir que sobre ellas se carga todo el peso del individuo. Pero ayer llegó un momento en el que prácticamente ya no me podía desplazar; me dolían las piernas a cada paso, y peor, era ya prácticamente imposible subir y bajar escaleras, las rodillas habían perdido su función de goznes y amenazaban con romper el paso y tirarme. Subí a la habitación sintiendo que los diecisiete escalones eran expiación de los diecisiete principales pecados del mundo.
Entelerido me metí bajo las cobijas, tose y tose. Había un mundo de conspiradores conjurándose para mi destrucción selectiva. Planeaban lo peor y destilaban odio y rencor contra mi disminuida persona. Se ve que ya me conocían y lo habían estado cocinando desde antes. Si no lo acabamos por el cáncer le vamos a meter una neumonía cañona para que aprenda, decía el que parecía ser el líder –pasaban para consumo propio videos con una ambulancia recogiéndome en casa y llevándome por entre el tráfico endemoniado-; que se vaya quedando sin movimiento, decía uno canijo y deforme tirado en un rincón, cuya cara estaba desdibujada; hay que enfriarlo, hay que enfriarlo, decía otro al que no alcanzaba yo a ver. Me puse el termómetro y no era para tanto: 38.7. Tiritaba y tenía heladas las manos. Oigan, les dije, espérense siquiera a que suba a treintainueve y medio para que empiece a alucinar. Ni madres, de aquí te vas a Urgencias a que te metan una agujota por la vena para que veas lo que se siente. Oí que comían animadamente en la parte baja de la casa y me fui quedando dormido.
Así estuve toda la tarde. Luego mis dos hijos varones se sentaron conmigo en la cama para consolarme y nos pusimos a platicar. Se me fueron deslavando los fantasmas, los vi acomodarse sus cinturones armados de pistolas de espantajo a los lados de las piernas chuecas y coger el camino de la noche para irse a asustar a otra parte. La fiebre vespertina había cedido y el cuerpo entró en calor. Seguía tosiendo pero ni modo. Platicamos rete a gusto un buen rato y apenas me comí la cuarta parte de un amoroso sandwich que Milagros me preparó. Quise ver la tele pero no logró interesarme, más bien me fui acomodando de ladito para volverme a dormir. No tengo reporte de las batallas que pude haber librado durante las horas de oscuridad ni sé si aquellos tipejos regresaron pero el caso es que al despertarme esta mañana tenía sumamente adoloridas las pistolas, esos huesos que sobresalen de las caderas y en los que uno acomoda las armas para poder disparar con celeridad cuando hace falta.