La noche tiene varios enemigos. Agazapados en el pretexto de las sombras te dejan relajarte, abandonar tus posiciones, descuidar la plaza y con el músculo inactivo, confiado en el cuerpo de silencio de la oscuridad, cuando ya no tienes nada que negociar en los mercados del día, soltar todas las armas, antes de someterte a sus ataques. Uno es la tos. Cuando ya el torax está en posición horizontal adecuando sus respiraciones a los ritmos arteriales y el corazón empieza a manejar la situación sin sobresaltos, como un piloto con la mar en calma; cuando ya el diafragma, abandonada toda tensión, vibra gelatinoso en el abdomen pensando que ha terminado su labor del día y que de ahora hasta la nueva luz el aire entrará y saldrá de forma comedida y regular por las fosas nasales, viene un sacudidón repentino que a todos toma por sorpresa, una expulsión de aire violenta que amontona sus huestes en la garganta y allí intenta arrasar con todo lo que encuentra, abrir un boquete grande por el que pueda entrar y salir irracionalmente con toda libertad su infame turba de irritantes soplos que pasan rasguñando las paredes con inaudita saña.
Otro es el mosquito. No en balde, se cuenta, de haber sido Anófeles -joven guerrero hermosísimo y astuto-, el amante apasionado que provocó la justa ira de la diosa: ella lo había elegido entre todos los varones mortales libres para entregarle sus divinos favores y lo había enseñoreado de su alcoba y de sus abandonos; él, promiscuo y pitoflojo, comenzó a engañarla con sus doncellas cuando la creía dormida. ¿Acaso piensas, infame, -tronó la diosa ardiendo en divina furia (¿quién puede esconder algo a una diosa?)- que puedes volar toda la noche de habitación en habitación revoloteando sobre esos cuerpos que se entregan plácidamente al cansancio y apenas sienten tu llegada y tu acoso? Pues yo te daré, a cambio de las noches de placer que compartiste conmigo y de tu inicua traición, la condición para que lo hagas siempre: Lo convirtió en el mosquito que ronda por las noches la oscuridad que arropa nuestra oreja.
Ahora bien; escucha con atención lo que te digo porque es fruto de la sabiduría que dan la observación y el tiempo y no lo aprenderás en ninguna universidad ni en tratado alguno: cuando te despierte el enfadoso helicóptero sobrevolando el conducto de tu oído, no tires manotazos sin ton ni son ni intentes con inútiles aplausos abatirlo; haz un esfuerzo de serenidad: ya que lo ahuyentes con leve movimiento de la mano, enciende la lámpara sin aspavientos, incorpórate con suavidad, coge tus calzones o cualquier prenda ligera que tengas a la mano y búscalo en la cabecera de tu cama o en algún lugar muy cercano a ella en la pared; ahí está esperando que apagues y te acuestes para seguir con su danza. Acércate suavemente hasta unos treinta centímetros de distancia y aplástalo con el trapo de un golpe seco. Si tiras trapazos a lo loco estás perdido, Anófeles huirá riéndose, desplegará la mucha astucia que le dejó intacta la diosa y toda la noche te tendrá en jaque.
Hay otros enemigos nocturnos pero pertenecen al orden espiritual –lo psicológico, lo esotérico- y no es esta la ocasión para tratarlo. Ya habrá cuándo.