Tráfico de horas

Ahora viene ese desorden de las horas perdidas. Se sube uno al avión y el avión se va comiendo el tiempo como los pájaros se comen las migajas de Hansel y Grettel, por lo que ya no encontrarán jamás el camino de regreso y la fatalidad los dejará extraviados en el bosque. De aquí al aeropuerto, tiempo real; pero una vez en el aire ya no hay explicación posible; la noche se precipita vertiginosa y no dura, no alcanza para solventar el gasto de las células que necesitan reponerse; antes que el sueño enhebre sus coordenadas y acabe de envolver el paquete de imprecisiones que aporta al reino de lo inverosímil, ya el día está afuera de las ventanillas con cara de sorpresa y burla, y las azafatas, cómplices involuntarias de semejante perversidad, están sirviendo el desayuno, infernal colación que pertenece al orden de las cosas indebidas. Todo parece normal pero hay una conspiración soterrada para disimular lo que cualquier alma sensible percibe: que nos están escamoteando vida: siete horas en ese cruce del Atlántico, un universo.

Claro que si hemos de ser honestos hay que reconocer que teníamos un guardadito para eso; los que hicimos el viaje inverso nos quedamos con siete horas de propina, aunque seguramente por no saber qué hacer con ellas en su momento las dilapidamos sin conciencia de la falta que nos harían al regresar. De allá para acá sobraba día, se alargó siete horas el crepúsculo que llegó más tarde que nosotros, fatigado, exhausto de la carrera inútil emprendida contra el monstruo que nos trajo en su vientre, nos depositó en la tierra, se lavó la cara y se dispuso a recibir a otros para seguir su diabólico juego de toma y daca con el tiempo; como ahora va a ocurrir: nosotros nos subiremos al lugar que otros acaban de desocupar sin percatarse de que se llevan unas horas, siete, que no les pertenecen, que debieron haberlas dejado en el asiento para que el pasajero de regreso las recogiera y equilibrara su vida restituyendo lo que le va a quitar el viaje, pero ya se ve que como eso no está legislado cada quien hace con las horas que le sobran lo que le da la gana y a los que necesariamente les van a faltar, pues que se queden truncos.

Ahora siguien las despedidas, la conciencia de distancia entre quienes habitan uno y otro continente, los nervios de que no se nos olvide nada, el engorroso trámite de las maletas repletas de mandado, la documentación, el pase de abordar y el par de horas consagradas a los dioses de la impersonalidad que tienen su Olimpo en los aeropuertos. No me hace gracia. Es lástima que nací poquito después de que se abolieron los viajes en barco. Otra cosa sería cruzar el mar midiendo su agua con la mía, agua con agua. Una historia que ni apuntada queda en estas notas. Allí esa noción de las horas perdidas y ganadas ni a quién se le ocurriera. Cualquiera debió creer que era ganancia tardar diez o doce horas en el cruce en lugar de diez o doce días de navegar. Bah. Otra de esas falsas ideas de progreso que la tecnología nos va imponiendo.

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