Afrodita dominical

Dame, domingo, la levedad alegre de tus horas para contar la sorpresa constante de los amores de Afrodita. Déjame, ya que no me dejas dormir, que diga cómo prendada de Ares, el magnífico dios de las batallas, el incendiario de la ira en los pechos de los guerreros, engañó en su propio lecho a Hefesto, su marido. Mientras éste estaba en los talleres volcánicos, todo tiznado, fabricando en las poderosas fraguas de la tierra los objetos de metal que los dioses necesitan para sus comodidades, sus defensas y sus desplazamientos, Afrodita se beneficiaba al amante; pero Helios, el sol que todo lo ve cuando se asoma, le fue al herrero con el chisme. Hefesto fabricó entonces una red de metal que colocó en torno a la cama y cuando menos se lo esperaban los amantes, cuando dormidos se reponían de los desgastes del amor, los apresó con la red y llamó a todos los dioses del Olimpo para castigarlos con el escarnio. Ciertamente se rieron pero no todos de Ares y de seguro a más de uno le pareció envidiable la compañía en que lo habían sorprendido y pescado.

Qué curioso que ya los griegos casaran a la más bonita que ninguna con un feo, fuerte y sudoroso representante de la virilidad, el herrero, y que se les ocurriera, luego de haberla casado, que ella lo que podía apetecer más bien era un muchacho guapo, inestable y atrevido como el dios de la guerra. Pero como los mitos son muy elásticos la encontramos un día por el Monte Ida, en donde conoce a Anquises, un mortal que anda pastoreando su ganado, y se le antoja para más que un revolcón, de modo que lo conquista haciéndose pasar por mujer mortal y cuando queda embarazada le avisa al galán quién es en realidad y que le va a dar un hijo que será rey de los troyanos. En efecto, da a luz a Eneas, el que ya guerrero poderoso pero incapaz de torcer los acontecimientos, como nos los cuenta Homero, huye de la devastación de la pérdida de Troya con su anciano padre a cuestas y su hijo de la mano y se va a fundar el nuevo imperio que le diseña Virgilio en la Eneida. Por fortuna su mamá, Venus Afrodita, para quien no pasan los años, ni los siglos, y sigue igual que cuando nació de la blanca espuma del mar, ya formadita y pintada por Boticelli, no lo desampara nunca ni en las buenas ni en las malas.

Déjame, domingo, pues, te digo, ya que no me permites que me duerma por el efecto de las malditas pastillas de cortisona que me mandó tomar el oncólogo para quitarme los abundantes malestares que ya me tenían agorzomado, y que de paso me quitaron la capacidad de quedarme dormido como cualquier mortal, que al menos amanezca imaginándome a la diosa llegar a nuestros días y seducir a Terry Gilliam para hacerse aparecer, encarnada en Uma Thurman a los diecisiete años, en El Barón de Munchausen, o que me la imagine tratando de resolver el problema de su intemporalidad y aparecerse, como risueña venganza contra el sol, convertida en brillo puro opacando el amanecer con su insondable belleza, capaz de llenar todo el espacio de la luz, aun cuando sea domingo. A ver si después me quedo dormido y la sueño.

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