Con cuánto amor los demás se han ocupado de nosotros, qué de piedad y cariño. Por teléfono y por escrito se han llenado planas de palabras cálidas y he sentido el calor de innumerables abrazos. Y sigo sin saber qué decir. Tampoco me aplico tanto a tener un discurso de respuesta. Recibo el calor y me cobijo.
Oigo la expectativa que la mayor parte de quienes me hablan tiene y me lleno de alegría pensando en ellos, que ven otra vida posible, una en donde las cosas son ya sin dolor ni sufrimiento y donde van a estar esperando los que se van.
Con nuestro esfuerzo se van las almas por buen camino, con nuestras oraciones se alumbran, con nuestras voces se protegen de los últimos peligros y se encaminan a donde todo está ya fuera del tiempo y es un instante feliz y quieto. Algo como la luz, pero inexplicable y eterno.
Se juntan y rezan, cantan, evocan, hacen rodar el pensamiento común por una senda alegre en la que hay flores a ambos lados y donde en bancas de privilegio se van sentando las almas a descansar mientras otras las alcanzan. Gracias a nuestros sacrificios y homenajes hay algo allá.
¡Cómo quisiera creer junto con ellos en que hay otra vida posterior a la vida! Pero no creo. Yo tengo ante esto una certeza: la más fría de las heladumbres y la negrura completa de lo negro. Se acaba y se acabó. Lo de la vida es esto, y lo demás es sueño. ¡Pero cuánto me gustaría que el peso de las palabras me arrastrara para poder sumarme a la caravana de la vida en el más allá!
No por eso es menor el acogimiento que hace mi corazón de las buenas razones con que todos me consuelan. Al contrario, me alivia, diría que me alegra si no fuera porque la alegría se ha quedado en capilla, esperando los días en que lo demás toma su sitio y se impone, rotundo mientras dura. Y ya.