Alabanza de rutinas

Qué sería de nosotros sin rutinas; si no pudiéramos prevenir con datos de la experiencia previa lo que puede ocurrir en el siguiente acto de la ordinaria vida, estaríamos indefensos ante el azar y no maduraríamos nunca, jamás tendríamos la solidez de saber cómo son las cosas, lo que puede esperarse, y la consolidación del criterio no llegaría jamás porque estaríamos expuestos a lo inédito cotidiano, y aunque sus encantos fueran enormes acabaría por aniquilarnos con su novedad eterna. No grito por las calles ¡que viva la rutina!, pero escancio su sabiduría vieja y acogedora en el silencio de mi lugar de trabajo. La repetición de situaciones y actos engrandece la lírica de nuestras vidas y nos abastece del material con que imaginamos la libertad.

Hoy la rutina fue que hube de levantarme y bañarme antes de acabar de dormir porque me esperaban temprano en el Hospital de la Princesa para meterme en un tubo. Así que báñate, sécate, rasúrate, péinate, vístete y pa fuera, a buscar el taxi. Llegas, subes, te anuncias, firmas tu aquiescencia, esperas, te llaman, te encueras, te pones una batita de papel y te acuestan en una camilla que van a hacer discurrir por un tubo que te va a echar unas aleluyas que te miren por dentro para doctorar cómo andas y cómo andan los efectos medicamentosos sobre el honrado tumor que dicen que tienes. Y allí se rompió tantito la rutina porque resulta que ya que me habían puesto la vía intravenosa para conectarme a la bomba de contraste que surte un líquido (supongo porque como quedo acostado no lo veo) que diferencia las cosas buenas de las malas, como el criterio, se vino un alboroto (un alborotito) en la sala porque los del turno de ayer por la tarde no habían dejado lista la bomba para empezar el día con armónica rutina. Que estaba sucia o que no le habían puesto el no sé qué, o algo; el caso es que me tuvieron quieto y acostado mucho más tiempo del esperado. Qué alegata reiterativa y vana se traían.

Oía yo sus quejas y reclamos y pensaba, qué tal que ahora, por estarse quejando de los del otro turno dejan mal la tal bomba y me ponen una ración de contrastante tan grande que se me detenga súbitamente el corazón y sin deberla ni temerla venga a ser después motivo de las pláticas de médicos y enfermeras como anécdota curiosa de por qué hay que tener el instrumental limpio y a tiempo. O me introduzcan una bacteria espeluznante que mutó durante la noche con la falta cometida por los del turno incumplido y seré recipendario de nuevas formas de destrucción humana. Crecían y decrecían mis ojos ante la duda interna. Pero no hubo tal. Me pusieron la cosa, me pasaron tres veces por el tubo pidiéndome que no respirara para que mis interiores se quedaran inmóviles y sacadas las fotos me despacharon sin pena ni gloria. Todo dentro de lo rutinario. Me han sometido seis o siete veces a este proceso y ya sé cómo es, excepto cuando se rompe la rutina y pienso en los terribles peligros de la novedad.

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