La vida perdurable

No, sin aspavientos, naturalito: una sociedad en la que prácticamente se ha eliminado la muerte. La gente vive hasta que quiere; la ciencia y la cultura han logrado alargar la vida de manera indefinida y sus plazos se extienden sin presión, cómoda y generosamente, con una estadía dedicada a pensar, a buscar soluciones de utilidad y enriquecimiento para el propio concepto de la vida. Hay viejos de edades muy muy legendarias. Cuando estos cuerpos dejan de poder o de querer manifestar su voluntad, lo que también ocurre, el estado se hace cargo de su tranquila desaparición. La explosión demográfica es muy limitada porque nadie tiene prisa, y sí, el conjunto crece siempre un poco, pero quedan muchos siglos por delante para temer una saturación del planeta, si es que tal cosa pudiera llegar a ocurrir -nuestro planeta es grande y productivo, han dicho-, además de que todos están seguros de que se encontraría solución para esa lacra.

Por la mañana se comen frutas de agua: melón, sandía, piña, papaya, mango; hay una segunda colación, hacia el medio día, con frutas de consistencia: plátanos, manzanas honorables, peras doctorales –se llaman así por el grado de desarrollo que han alcanzado en los huertos-, melocotones, en su caso, y van acompañadas de los frutos secos, higos y orejones, nueces, piñones, uvas pasas, y tunas, y se hermanan con panes de variados cereales e infusiones exquisitas logradas con tantos matices de mixtura que hay quienes durante años no repiten un mismo sabor. Para la tarde están los kiwis reservados junto con las uvas frescas, las fresas y la variedad de moras; es entonces cuando, de manera muy medida, se come una poca de carne, algún huevo de ave ricamente preparado y la panoplia infinita de verduras que la tierra ofrece. Por la noche es el vino, los aguardientes, y el pan con mermeladas, jaleas, compotas y pasteles. Y la música en todas sus formas.

Lo redacté de otra manera en el duermevela, y no quería despertar. Se me habían ocurrido unos adjetivos preciosos para las frutas y la dieta era de un equilibrio asombroso. Hasta las contradictorias tunas tenían un lugar comprensible. Había características de los viejos que no pude reencontrar en la vigilia. Estaba todo resuelto para que la vida resultara tan durable como la voluntad de vivirla y en ello campeaba una deliciosa armonía. Todavía me acuerdo que lo dije en voz alta para que Milagros lo oyera (seguramente estaba tan dormida como yo, pero eso, ¿qué le importaba a mi previsión?) y me ayudara a reconstruirlo al rato. Pero no, qué esperanzas, ya no pude dormirme; amodorrado y todo me incorporé a escribirlo y vi con tristeza, como tantas otras veces, que es irrecuperable la perfecta y luminosa redacción interna de los sueños.

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