Me siento lacio. Aunque afuera no ha dejado de hacer frío, no es tampoco la temperatura, creo, lo que me quita la tensión que el alma y el cuerpo –esa parejita inseparable que dicen que anda junta hasta la muerte y ahí desaparece para siempre dejando aportes al polvo y al olvido- necesitan para activar el pistón que mueva la pesada máquina del día; es más bien algo que no se cumplió durante la noche: el reposo, la serenidad, la distensión relajante que hace que la mañana sirva como estímulo natural para el coraje de vivir el día que empieza. Lo normal es la corriente que se conecta a los cables de la luz del sol, cuando hay sol, y todo trabaja en orden. Y lacio, lacio, como la canción, no alcanzo ni a enhebrar el hilo con que coser la tela del instante que queda así deshilachada y en jirones expuesta al viento de otro día de invierno gris, nublado, prelluvioso y triste.
Dormí como si fuera el vigilante: un ojo al gato y otro al garabato, y el garabato era un rey del Siglo XIX que andaba en un barco acosado y perseguido, y creo que el que lo perseguía, o uno de ellos, era yo. Estaba metido el rey en una lata grande de conserva y así lo teníamos cogido y se nos escamoteaba al mismo tiempo. Ni comprensible ni divertido, más bien angustioso, sórdido, e interminablemente largo. Despertaba a medias, tosía con seca y arenosa tos que me desgarraba el pecho como en pedazos de papel de estraza, y regresaba al barco a mis persecuciones. Y esa, francamente, no es manera de reposar. Quiero poner la queja. O lamentarme a los cuatro vientos; si no fuera porque para hacerlo tendría que salir y buscar un punto geográfico en que los famosos cuatro pudieran soplar con libertad en mi entorno (¿cuáles cuatro serán, si hay tantos?, el Austro, el Boreas, el Noto, el Septentrión), y allí sería donde la puerca acabara de torcer su rabo, porque precisamente lo que tengo se lo achaco al frío de ayer y antier que, desaprensivamente, salí de compras.
Es cierto que me abrigué, bufanda y gorra, pero es posible que no haya sido suficiente, que le hayan faltado hebras a la lana que me puse en torno al cuello y por allí se me metió algún frío que encontrose con la tos sentada en una mesita de la Plazuela de los Bronquios. Qué estás haciendo, le dijo. Pues aquí, jodiendo, contestó. ¿Y ya llevas mucho así?, insistió el frío. Uh, sí; ya tres meses. ¿Y no piensas dejarlo descansar? No; pa qué, dijo la pinche tos mascando un chicle. ¿Que tú no conoces la misericordia?, le dijo el frío mirándola con torvo sesgo. Y se metieron en temas teológicos primero y metafísicos después. Yo me desentendí, puse la mirada en otra parte y me agarré con las teclas a ordenar la página del día. Hasta que vi que hay veces, como ayer, que salen limpiecitas, de una pieza, y hay otras, como hoy, que van por el empedrado, pierden las ruedas, saltan, se desgobiernan y te entregan en tu destino lleno de moretones. Y ni modo.