Cena con smocking

Esta vez María Cortina se me adelantó, ya tiene asados y molidos los tomates para guisar el bacalao. Por lo que me dijo, lo hace igual que yo, más o menos, pero como a mí me quedó poco satisfactorio (bien feo) la última vez que lo hice (como ya confesé previamente), quiero entrar a un proceso de revisión de mi técnica, no más que ahorita que fui a la cocina ya iba ella muy adelantada, a ver si no, cuando me de cuenta ya lo va a tener listo para servirlo (mañana, no hoy, porque si nos lo comemos desde hoy, le bajaremos el kilataje a la cena de Navidad), ya ven que hay que hacerlo por lo menos un día antes de comerlo para que sepa a gloria. Con razón cuando me desperté sentí un olorcito a quemado, eran los jitomates en el comal, pero ni me imaginé porque no se oía ningún ruido; lo estaba haciendo muy calladita. Anoche, antes de dormirme le cambié el agua al pescado de modo que ya debe haber dejado toda la protectora sal que lo ha cubierto durante meses, desde que sufrió el paso natural de su destino al ser capturado en las frías aguas del norte hasta ser troceado y vendido en La Casa del Bacalao, de Madrid.

Ha habido cenas de Navidad o de Año Nuevo en que me he puesto smocking para recibir a los invitados pero ahora creo que nada más me voy a poner ropita limpia porque aquella teatralidad de las ceremonias ya no viene a cuento (lástima, porque cuánto me gustaban las galas y vanidades de la apariencia), ni sé dónde anda mi traje de ceremonia ni si conservará todavía íntegras sus solapas de raso o serán ya hilachas desgarradas anudadas al polvo y al olvido; ha de estar en alguna parte remota del ropero, como la Muñeca Fea de Cri Cri, jugando a engalanar al señor araño, que llega muy solemne al convivio de las arañas y los alacranes y se pone a narrar historias de seducciones y apariencias que embelesan a toda la concurrencia. No; una camisa limpia y vaporosa, con el cuello bien abierto para que no me ande rozando la irritación constante del acné terrorífico que traigo, soplo de juventud, evocación de cuando yo lucía, reminiscencias de aquel tiempo de antes de que aprendiera yo a cocinar el bacalao.

Porque no crean ustedes que siempre me he metido en la cocina, no; eso fue hasta que ya estaba yo grandecito, hasta que me di cuenta de que existían los demás y de que era muy gratificante darles gusto. Ya sé que hay muchas formas de hacerlo (darles gusto a los demás, digo), una de ellas es hacer bien los poemas que tiene que hacer uno, y ya me estoy aplicando. Pero como cocinar me gusta, hago que el tiempo se me detenga y que los músculos del cuerpo no se me cansen mientras me imagino las declinaciones del orégano o la traducción literal del chile poblano. Pero basta de especulaciones: mientras yo estoy aquí adornando el vacío, María se me ha de estar adelantando en los trabajos de preparar la magia. De modo que me retiro. Cambio y fuera.

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