Lo rápido lento

El 16 de febrero de 1822, Agustín de Iturbide, que está gobernando al país, le ordena por carta al coronel Antonio López de Santa Ana, en Veracruz, que pida doscientos hombres de caballería al señor Domingo Loaces y busque a Guadalupe Victoria, que ha huido de la prisión, hasta encontrarlo y volverlo a encarcelar porque representa un inminente peligro político. El 28 de febrero, doce días después, contesta Santa Ana, muy contrito, que no puede obedecer tan clara y expedita orden como quisiera –sobre todo porque Iturbide le ha ofrecido a cambio promoverle el ascenso a general brigadier, que tanto desea- porque se rompió una pierna en una de esas que se cayó del caballo y el doctor no se lo permite ni con la pierna entablillada, que mejor se lo encargue al general Rincón. El general Rincón, el 16 de marzo, un mes exacto después de la primera orden de Iturbide, le escribe a don Agustín para alertarlo contra Santa Ana, que dice que no puede perseguir a Guadalupe Victoria porque tiene una pierna rota, pero el otro día lo vieron bailando fandango jarocho en la villa de Medellín.

Y sigue la historia del ascenso al poder del controvertido y marrullero Antonio López de Santa Ana en la estupenda novela de Enrique Serna, El seductor de la patria, que estoy leyendo poco a poquito porque me distraigo con otras cosas muy entretenidas. Pero lo que les quería comentar es la enorme distancia entre el primer comunicado y su respuesta. Estoy viendo la sexta temporada (soy absolutamente forofo) de la serie de televisión “24”, -una de las poderosas distracciones que me impiden avanzar en la lectura- cuyo principal protagonista es precisamente, aparte de Jack Bauer, el tiempo de las comunicaciones, la vertiginosidad con que en unos segundos los agentes cibernéticos localizan a cualquier persona en cualquier lugar del mundo o consiguen la información de con quiénes ha hablado por teléfono en las últimas veinticuatro horas, en qué empresas, clubes, asociaciones o tribus ha militado a lo largo de su vida, o lo que sea. En segundos. Claro que son una agencia de respuesta rápida en asuntos de inteligencia del país más poderoso del mundo, y se trata de una ficción.

Pero ninguno de nosotros imaginaría que el presidente actual de cualquier país tenga que esperar doce días para enterarse de que un subalterno no puede cumplir una importante misión. O ya sin pensar en presidentes ni gobernantes; tú y yo; cualquier noticia trascendente para cualquiera, doce días después de su origen es ya un asunto obsoleto, envejecido, que pertenece a los intereses, a la curiosidad o a los sacudimientos emocionales del pasado. Las novedades, lo excitante, los estímulos que tenemos activos suelen tener horas de duración o un día, dos, tres cuando mucho; después son memoria. Y ocurre tanto en los hechos colectivos de cualquier índole, incluyendo muertos y atentados o catástrofes naturales, como en las cosas de interés puramente personal. El teléfono, entre otros agentes -como la cámara de video-, nos encuentra estemos donde estemos, ya sea en directo o por interpósita persona, y la voz del otro nos arrastra al vértigo de una inmediatez de la que es imposible escaparse. Así es nuestro tiempo; hay que tenerlo en cuenta.

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