Pues no estaría mal que pensara en los términos de mis relaciones con los días, porque tal como empezó el año parece que vamos a tener dificultades –al menos los dos días previos han tenido sus asigunes- y en algún lado tiene que prevalecer la razón. Ellos, destemplados, inhóspitos, feos, y además arrogantes, como si fueran la avanzada de gala de un rey muy poderoso, han ido entrando como si no hubiera en la puerta nadie que pusiera condiciones: No, días, para presentarse aquí tienen que tener rayos de sol y colores que iluminen, no se puede venir así nada más, con esa mala cara de hilacha abandonada. Consideren que quienes los reciben y padecen son personas sensibles de gusto delicado que apetecen la luz y el brillo de las cosas. Y han entrado sin más, como el esfumino de un dibujante desaprensivo que llena el cuadro de gris. Pero digo que tengo que pensarlo porque por otra parte hay una negociación pendiente con los días y lo más prudente sería que estuviéramos en términos amistosos; y es el caso que no quiero que se acorten sino pedirles que crezcan y se alarguen lo más que se pueda.
Porque ya es jueves y el martes próximo se vence el plazo para que se vayan mis visitas, que son mi amiga María Cortina y Juan Aura, el más pequeño de mis hijos, y la mera verdad no he acabado de disfrutarlos. Al rato que regrese Juan, que fue aquí no más a Estocolmo, procuraré armar con él una estrategia para evitar que el tiempo, como acostumbra, se nos vaya volando y hacer que nos rinda para apapacharnos un montón y dejar ese rubro satisfecho. Y con María Cortina habrá que idear también alguna estratagema para sacarles el mayor jugo posible a estos días que quedan. Ya lo contaré cuando suceda. Por lo pronto, evoco uno de los momentos gratos de la cena de Navidad en la que con audacia irrefrenable solté la imaginación a sobrevolar en la cocina y pelados unos langostinos a los que dejé unidas las cabezas y quitados los aparatos digestivos (sí, de acuerdo, la cocina es asquerosa pero es su condición para producir delicias), los acomodé como hermanitos bien avenidos en un plato que metí al horno con un poco de sal y preparé la siguiente vinagreta o salsa, o sazón:
en el vaso de la licuadora metí media cebolla de buen tamaño, un diente gordo de ajo, un chile verde, sal y bastante perejil, y como vehículo para que se licuara le agregué vinagre de manzana, vino blanco y mirín, ese vinagrito dulce que hacen los chinos y que tan bien se presta para dar matices de dulzura en donde menos se espera, y la puse a cocer en una cazuelita. Cuando los langostinos, desde el horno dijeron que se veían en su punto, que los sacáramos con su rosada apariencia para degustarlos –son muy propios de lenguaje cuando hablan de sí mismos- les vertimos aquella vinagreta verde que les digo, y a la mesa, en donde obtuvieron medallas y trofeos que allí quedan guardados en algún cajón de la cocina para cuando se necesiten para algo. Hoy, por lo pronto, vuelvo a mi tema de preocuparme por el aspecto y la duración de estos primeros días del año. Alguien tiene que hacerlo.