Compromisos del sol

No sé si en los Archivos de Simancas o en la Biblioteca del Escorial, o en algún otro recinto documental básico, entre los papeles fundamentales que han leído, estudiado y refrendado todas las generaciones que por aquí han pasado sancionando su validez con el ejercicio reiterado y constante, tiene que estar el convenio que en algún tiempo inmemorial se firmó entre las fuerzas universales y el territorio de Madrid, en que quedó asentado sin cortapisas que al menos los domingos el sol tiene que brillar haga la temperatura que haga. Y el cielo tiene que estar azul y la luz tiene que entrar por las ventanas del salón amplio de mi departamento cumpliendo el compromiso adquirido de tiempo vetusto con las plantas que hacen el mínimo jardín interior en que cumplimos cierta necesidad de convivir con la verde amplitud del mundo, aunque sea un poquito y en macetas. ¿Se imaginan el horror que ha de ser vivir en Marte o en Venus en donde por lo que se ve no hay ni una pizquita de verde? Los nómadas del desierto aguantan el color aplastante de la arena porque saben que en algún momento han de llegar al oasis y toda la luz y todo el calor se esparcirán en los infinitos matices del verde acogedor.

Pues no sé si en algún apartado de esos mismos protocolos quedaría inscrito que anoche durmiera yo de un hilo, aunque, la verdad, me parecería un poco exagerado, o en todo caso, una previsión demasiado adelantada, pero uno nunca sabe, ya ven que el tiempo es una espiral cuyos círculos vuelven a pasar por los mismos meridianos y se guiñan el ojo unos a otros contándose secretillos llenos de picardía. Me acomodé resignado a toser y a centavear lo que quedaba de noche, que ya había yo medio consumido en lecturas y capítulos de una serie pirateada; acudí a algunos de los remedios que brujos y brujas de este sistema me han enviado para ayudarme a pasar por el pantano y apagué la luz. Recuerdo que tosí, cómo no, pero no recuerdo que haya sido traumático, ni siquiera especialmente fuerte o molesto, y luego ya no recuerdo nada, se hizo una elipsis total entre esa difuminación y los granos de arena bajo los párpados que estaban refunfuñando porque atrás de la cortina la luz pugnaba por entrar a darme unos besitos en la frente.

¡Hostia! -casi dije-, si ya pasa de las diez de la mañana y ni una despertadita di en toda la noche; me dormí de punta a punta como hacía tanto tiempo que no me sucedía; tortúrenme si quieren pero no me sacarán ni una palabra porque no recuerdo nada; ni siquiera sé si navegaba sobre olas de crema batida o copitos de algodón en asamblea. Todo fue pasar de una oscuridad desconfiada y sin grandes expectativas a una luz poderosa de domingo en la mañana. Y claro, amanecí con el ánimo cambiado, con ganas de comerme toda la fruta del desayuno, de salir a pasear por las soleadas calles a ver si encuentro en plazas y jardines con vocación de ágora seminarios de discusión sobre la historicidad auténtica o apócrifa de los convenios entre Madrid y los compromisos del sol.

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