MEMORIA DE TLATELOLCO
a Andrea Huerta, sobreviviente
El día de la ciudad no tenía precio,
se dejaba caer amablemente sobre los buenos y los malos;
no había historias en común,
cada quien descansaba de su terrible eternidad
disimulando.
Sucedía el yesero al albañil,
el carpintero al albañil,
el pintor al albañil
y al albañil el habitante.
Y el habitante era sencillamente un profesor,
un viudo, una muchacha amante, un vendedor de cosas,
un púgil esforzado, una católica morena, un tío…
Y la noche en la ciudad,
la noche veleidosa en los zaguanes,
la noche del heredero de la sangre
que camina y camina su melancolía
por el viejo jardín,
era la noche civil del sueño devengado.
El velador de la pirámide me dijo
que de noche
se levantan las ánimas
de los primeros tlatelolcas
a preguntar los apellidos
de los nuevos respirantes
de estos aires.
Ay, el veneno incubado durante un largo año
en mi corazón;
ay, el fruto de la semilla sembrada a fuego
en mi corazón;
ay, el pabilo triste de mi triste corazón.
Era el dos de octubre de mil novecientos sesentaiocho,
Pedro de Alvarado, el Presidente, o Dios,
o quien les dé la gana,
cercó la plaza
harta de gentes que danzaban al son de la palabra.
Arriba, desde los helicópteros,
estalló el último sol nocturno
y las estrellas cayeron a millares
sobre los cuerpos asombrados.
Los aires promovieron entonces
cuarenta minutos de azahares
para las novias de los muertos
(en las julias azules hacinaban los cadáveres),
cuarenta minutos de azahares
para los desesperados
(porque las balas entraban en el punto justo de la paz),
cuarenta minutos de azahares
para los estudiantes,
para callar las bocas
enormemente abiertas
de los vivos,
para toda condición humana,
para los vigilantes del orden y concierto
de toda esta desgracia;
cuarenta minutos de azahares
para los fusiles,
ebrios de pura pirotecnia,
en la maldita,
en la maldita noche
tlatelolca.
Dicen que fue mentira,
pero Bernal Díaz,
mi maestro,
tomaba fotos
para la historia,
con el corazón
despedazado.