Otro mundo

Hay veces que la noche es otro mundo. No las horas que siguen al día con sus peculiaridades de oscuridad sometida a nuestra voluntad para volverla servidora del tiempo a favor de nuestras ansias de vivir más, de desentrañar con minucia cada pliegue de lo que nos queda a mano, sino un mundo distinto en el que la luz dominada no importa ni la continuidad que podemos medir en el reloj, ni los entretenimientos siquiera que podemos proporcionarnos para escamotearle astillas de nuestra vida al silencio y a la nada. La lámpara encendida, la lectura, la televisión, el aparato de reproducir música, desaparecen del inventario y se instala otra cosa en esa caja cerrada en la que por artes incomprensibles quedamos confinados. El agente de nuestra detención puede ser el insomnio, el aparato digestivo, la comezón, la tos, una pérdida, una preocupación, una ilusión, un dolor muscular inesperado. No importa cuáles sean los motivos por los que hemos sido aislados del orden, sacados de la fila común en la que veníamos marchando al paso de los demás; quedamos fuera y la noche se transforma en otro mundo.

Las cosas cambian su morfología y su peso, nada conserva su arrogante forma ni la contundencia de las cosas materiales prevalece. El color cede sus entusiasmos y las dimensiones se dan la vuelta con un gesto desdeñoso y se meten por ahí a ocuparse de lo suyo. El ojo no es ya testigo de privilegio capaz de condenar y absolver. El tacto, que se pensó siempre al servicio de la constatación se retrae de tal modo que queda inservible para ayudarnos a discernir. Las propiedades de la materia causan baja súbita. La distancia es un mito que no podemos sustentar en el pabellón del raciocinio. El silencio invierte sus costumbres, deja de ser ausencia de ruido para convertirse en presencia material de una entidad distinta de lo habitual: no es que no haya ruido, es que hay silencio. Y lo más enigmático de todo, el olor de la noche, cuando desaparece el material odorífero del día y un vapor negro se cuela por la nariz con mensajes que si pudiéramos desentrañar nos provocarían tal pavor que sería imposible llegar a la mañana siguiente.

Así, cuando la noche es otra cosa y su mundo se impone sobre la historia que sabemos con sus secuencias temporales y sus tipográficas versiones –esa sensación de que inmortalidad es parte de pertenencia, que la distancia de siglos entre unos y otros es ficticia- no queda más remedio que humillarse. La composición de uno, su cosa material y lo otro, lo llamado espiritual, se mezclan, se confunden; la distancia conocida que había pierde sus contornos y uno siente que sin paliativos ni haber sido preparado para tal experiencia, que es imposible corroborar con datos fidedignos, por más que la imaginación se esfuerce, ha entrado de plano en otro mundo.

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