Domingo apacible

Un domingo apacible y tranquilo. Un domingo de invierno con el cielo despejado, el sol en pleno y un frío muy cómodo que con espíritu sport comienza a desenredarse la bufanda y a desabrocharse el abrigo. Sería bueno ir a darse una vuelta por ahí, detenerse en alguna terraza al aire libre, de las que tienen el privilegio de ser soleadas y tomar una caña viendo pasar a la gente que camina despacio, charla, vigila a los niños y discute en tono muy español si será bueno pasar por la heladería. Respondiera yo a ese impulso si no fuera porque hace unas cuantas horas, las de la madrugada, sufría lo indecible sin poder dormir ni dejar de toser –a esas horas los cúmulos de toses que todo el día acarrearon los vientos, se instalan en grupos compactos y pelean su privilegio, el de instalarse entre el pulmón y la garganta de alguien y ponerse en fila para salir. Ser tos debe ser un poco preocupante porque no hay más futuro que ser expelida por las vías respiratorias de algún atormentado; aunque no sabemos si en su religión eso tenga un sentido trascendente y ya que no hay más, eso se convierta en el pase deseado al más allá- y eso sin contar con que me apremia un dolor en el pulmón derecho que no parece redimirse con analgésicos. Los tres días de quimio que me dieron no han quitado todavía las trincheras ni los campamentos que instalaron dentro de mí para hacerle frente al enemigo. Y tengo un desguanzo notable. Uf, tengo que pedirle permiso a un pie para mover el otro. Más quisiera aprovechar que con la luz y el bienestar del día se han ahuyentado las parvadas de toses y quizás podría dormir un par de horas.

Pero qué dormir, pienso, ni qué nada. Los días se pasan volando y hay que definir los actos del 20-F. El salón de casa es grande, pueden caber unas treinta personas. Apretadonas. Si ponemos una pantalla desde el techo y conectamos ahí la computadora, tal vez podríamos establecer una especie de teleconferencia. Estoy hablando por hablar porque ni me imagino cómo se haría, pero me veo a mí mismo, habiendo puesto un horario conveniente para todos –cosa que está sumamente cachetona, porque no se puede coincidir con las antípodas por más ancha que se tanga la manga-, leyendo poemas para los que estén y los que nos visiten a control remoto; porque, bueno, podrían venir veinte o treinta amigos que serían ejemplo de la celebración, carne viva, fuerzas reales para deshacer los encantos de la virtualidad, y copa en mano cada uno comenzar a transmitir con quienes aprovisionados de su propia cámara en sus computadoras -que podrían ser miles- se conecten con nosotros. Lo malo del modelo es que como esas cámaras son de lente gran angular todo el mundo se ve feo en ellas, a todos les crecen las narices y los ojos se les esfuman hacia atrás. Quizás recomendándoles que no se pongan muy cerca del objetivo. Pero, en fin, todo esto, va a a estar condicionado, primero, a un consenso con mis amigos que pudieran venir y ser la parte contante y sonante del festejo, y segundo, a que la tos por fin se haya sometido a la ciencia y yo no tenga que estar metido en el hospital y atarantado con unos calmantes de caballo, que aquí entre nos, eran los que pedía mi alma a gritos esta madrugada.

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