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Los viejos

LOS VIEJOS

Van acabando a gritos como las aleluyas que cantan los coros infantiles.

Los ojos se les hacen blancos y plomizos y ya no tienen vuelta ni regreso.

Sus lenguas son flechas torpes a las que ninguna casualidad haría volver al arco. Y sus mandíbulas, un poco ridículas, se mueven solas.

Pero quisieran siempre estar hablando, explicando, detallando, con las paredes, con los muebles, con los otros hijos.

Y renuevan constantemente sus anécdotas, un poco heroicas y morales, como si volvieran a vivir.

Se desplazan con voracidad pasmada porque ya han corrido a todo encuentro posible y han atinado ya y fallado hasta encontrarse hastiados. Ah.

Han dormido lo menos que se puede, presintiendo cómo lo que ya dormirán no es sueño sino algo secundario.

Y en ello dan vueltas vertiginosas enredados en sus propios hilos. Ay.

El vapor, el humo, el gas quemado, el alma –se preguntan– ¿se eleva para volverse a condensar?¿Es así la ley, o sólo es moda pasajera?

Con la utilidad absurda de un timón de barco llevan la ruta. Algunos  lloran en el mar y ellos dirán que tal espuma es suculenta, espiritual, benigna.

Pues como ya son parte definitiva de la tierra, su sabiduría tiene cuerpo y olor y tiende a la bondad involuntaria.

Y sus pies dorados son cada vez más lentos y más bellos. ¿Qué pies hay más en flor que los que se encaminan a la muerte?

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