La torta clásica

Me cuesta trabajo imaginarme qué estaba pasando en los movimientos de tu fuero interno cuando se te ocurrió acomodarte en una piel de mujer para escribir Praderas. O más bien, en distintas pieles de mujer, porque aparentemente no es una protagonista única en situaciones diferentes sino que en cada poema se trata de un intento distinto de traspasar aunque sea una de las más delgadas pieles de lo femenino para acercarse a un modo de sentir que me parece que te es ajeno. Más que ajeno, impenetrable. Una herejía por tu parte, desde luego, y hecha sin más rigor que porque te dio la gana.

Lo primero que se me ocurre es que querías galantear con alguien y te pareció una manera novedosa de hacerlo. De hecho, había una lolita preciosa en la misma oficina en que estabas y todos los días le dabas a leer la primicia de tus despropósitos, como buscando su aquiescencia. Tenía un corte de pelo que era entonces lo último de la moda: muy negro y lacio sobre una piel muy blanca y cayendo en cortina, como cortado con hacha, más corto de atrás, con lo que dejaba libre parte de la nuca cubriendo las orejas por los lados hasta bajar a la altura de los maxilares; se pintaba los labios carnosos de una manera casi obscena y sus ojos de grandes pestañas te insinuaban acuerdos posibles en una intimidad remota. Tú eras el señor director y ella, una niña en prácticas de fin de carrera, de modo que debiste ser más cauteloso, o menos ingenuo, debería decir, para no llevarte el descolón que te llevaste. Ahora me da risa pero recuerdo que compartí la vergüenza contigo. Menos mal que no lo hizo público y tu pobre prestigio quedó intacto.

¿O sería que la mujer con la que vivías se te estaba empezando a desvanecer y querías abrir puertas desconocidas, entrar a terrenos ajenos para buscar nuevos fondos de complicidad? Si fue eso, te recuerdo que te falló de pe a pa, porque para ella tu juego resultó completamente transparente; en veinte intentos no hubo una palabra, un guiño, ni siquiera de disgusto que diera pie para suponer que estaba enterada o de que había intentado entrar a esos territorios; ni se dio por aludida de que lo estabas publicando con seudónimo, única vez en tu vida que lo has hecho y que habría podido ser al menos tema de conversación de alguna sobremesa íntima o de un viaje en coche ella y tú solos por cualquiera de esos atolladeros en la ciudad. Y tú querías que fuera ella la que dijera algo para que no pareciera que le estabas pidiendo su opinión, lo que te habría dejado en una desventaja incomodísima.

¿O será que hay un hartazgo de hablar siempre de uno mismo en la poesía lírica y quisiste, simplemente, asomarte a la levadura que levanta el pan contiguo oyendo por lo bajo algunos de los susurros que hacen esas minúsculas bacterias que separan lo masculino de lo femenino y dan como resultado no las dos medias naranjas que quería el filósofo, que vienen siendo idénticas, sino las dos tapas del pan a las que les untas mantequilla, mostaza, mayonesa o frijoles refritos y acomodas en el centro queso, jamón, aguacate, cebolla, chile, y te las manducas sin pensar en géneros -cuál es lado él y cuál es el lado ella- sino rogando que las proporciones sean buenas y la torta te haya quedado clásica.

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