LA BESTIA
Abajo de cualquier árbol me acomodo, como una perra sin dueño; no tengo frío ni miedo, cierro los ojos y dejo de sentir a la bestia que se me acerca acezante, oteándome, preparada para saltar a mi pecho que, cuando más, cubro con mi propia mano. Sé qué es lo que quiere: un trozo de carne, entre más sangrante, mejor. Nada la sacia y sin embargo no acaba con la presa. Ojalá que esta vez escoja un pedazo de hombro, algo, porque en el anterior encuentro sólo mis nalgas provocaron su apetito. Las mutilaciones que me ha ido haciendo han mermado seriamente la alegría risueña con que echaba a correr por la pradera.