La basura

Hay rituales muy sencillos que parecen, de tan cotidianos que son, carecer de todo misterio y cuyo significado se presenta como algo sin relieves, como no sea el puramente material de su ejecución: tirar la basura. A partir de las siete u ocho de la tarde, un vecino, que recibe un estipendio por ello –y por meterlos luego oportunamente-, saca los dos cubos que corresponden al edificio y los coloca a ambos lados de la puerta de entrada, obedientes a un diseño reglamentario que permite que a la hora de la recogida, un empleado del servicio de limpia los vaya colocando atrás del camión de donde los pergeña un mecanismo que los levanta hasta el vertedero, los voltea, los sacude y los devuelve al piso para que el asalariado los quite de la vía y acomode los que siguen en el turno. Suele ser una acción rápida y eficaz, aunque no carente de ruido, porque además del que de suyo hace el mecanismo del camión y el vaciado de los cubos, hay que tomar en cuenta que son españoles quienes rodean esta mecánica y lo que se dicen entre ellos y con el conductor del camión, por mínimo que pueda ser, está puesto en decibeles de habla española, sea la hora que sea. Por fortuna es rápido y a todo se acostumbra el sufrido cuerpo social.

Pero cuando este hombre se prepara para bajar a tirar la basura, no se crea que está ejecutando un acto mecánico y ya. Se abriga porque en la casa suele haber temperatura controlada y no está para cambios bruscos, así sean tan breves como abrir el portal, levantar la tapa, depositar la bolsa, soltar la tapa y dar el paso atrás que permita que el zaguán se cierre. Porque, ¿y si por alguna razón los cubos no están exactamente en su lugar sino un paso más allá? En ese caso tiene la precaución de tomar las llaves; ya ha tenido que usarlas cuando algún vehículo se estaciona junto a la entrada estorbando el ritual de los vecinos y sus desperdicios. No llama al ascensor, baja por las escaleras, porque tres pisos, excepto en noviembre pasado cuando regresó de México y venía hecho un desastre, no le representan ningún esfuerzo; va bajando y encendiendo las luces temporales piso por piso; si alguna no encendiera la escalera quedaría como boca de lobo.

Y eso es lo que da pie para pensar que más vale propiciar un buen estado de las vibras del edificio. ¿Quién te garantiza que un felón no esté agazapado entre el piso uno y dos y en tanto que son peras o son manzanas y te pones a averiguar si está allí para protegerse de algo que lo amenaza fuera o en busca de algún consuelo, o simplemente cumple con su maldad ordinaria, saca una charrasca y te atraviesa el pulmón? Digo el pulmón porque sí, pero podría decir los intestinos o ser más sentimental y llegar con la punta de la daga al corazón. O no un malandrín de carne y hueso, sino una entidad de otra naturaleza –de la que nuestro hombre se ríe, por supuesto- pero cuya acción estuviera colocada en una dimensión inmanejable. En la oscuridad caben todas las imaginaciones. Es el momento en que el ritual indica que hay que silbar o pensar en otra cosa. Llegar, tirar la bolsa, regresar directo a la puerta del elevador, accionarlo y entrar a casa lo más rápido posible. Cuatro minutos de la noche suele ocupar esta sencilla e intrascendente ceremonia.

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