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El cíclope

El primer acontecimiento inesperado fue un gran concierto en la cripta de la iglesia; me sorprendía que hubiera montones de lugares vacíos porque el concierto era francamente sublime. Aunque me parece que no había sido anunciado lo suficiente. Había un curita nuevo, joven, con un ojo descompuesto por alguna grave infección o enfermedad degenerativa, recién llegado de los alrededores rurales de la ciudad. En apariencia, este joven no tenía nada que ver con el concierto. La iglesia estaba bajo la responsabilidad de un cura mayor, conservador, buena persona y con poco empuje para emprender grandes acciones. La cripta, con todo y haber funcionado en sus primeros tiempos como templo auxiliar, mientras se construía la nave en la parte superior, tenía un cupo nada despreciable y sobre todo, una disposición ideal para ser usada como sala de gran concierto. El siguiente programa –inmediato al anterior, me parece- corroboraba la altísima calidad del primero pero tampoco estaba lleno.

En un descanso de la música, mientras había bulla y boruca general, sonó un teléfono atrás de una butaca de la última fila. Contesté oficiosamente. Era una madre de por ahí que quería hablar con su hija que debería estar en alguna parte de la iglesia. No recuerdo la argumentación con que rechacé su encargo de buscarla.

Pasadas las dos de la mañana me levanté con inevitable premura y una diarrea galopante. Mantuve los ojos cerrados la mayor parte del tiempo y no dudo haber conservado un buen porcentaje del estado de somnolencia durante el cumplimiento del acto. Pero de lo que me di cuenta es de que todo el barrio, absolutamente todo, estaba listo para ser cosechado de una especie de uva morado grisácea, ya madura y en promesa de abundantísima riqueza; todo, arroyo, aceras, balcones, estaba cubierto por aquella vendimia que era, evidentemente, colectiva, y debía estar a punto de ser empezada a recoger por las cuadrillas integradas con la gente del entorno.

Un par de horas más tarde quizá –no creo haberme vuelto a levantar, pero podrían ser las cuatro- los mismos espacios estaban cubiertos de una segunda siembra, también ya lista para la recolección, aunque esta era blanca y aunque abundante y bien lograda a vista de lo que podía apreciarse, de menor valía que la anterior. Corrí a la iglesia; ahí estaba el curita, flaco, desgarbado, vestido a lo pobre pero con una transformación notable: había perdido sin mayores cicatrices ni deformaciones el ojo descompuesto y ahora miraba sólo con el ojo restante, convertido en un sencillo cíclope, un poco asimétrico pero con credibilidad; en esos momentos coordinaba a la gente para una representación teatral y estaba rodeado de jóvenes entusiastas.

Corrí a la habitación donde dormían mis amigos y comencé a despertarlos y a hacerlos concientes de lo que estaba pasando. Mi actitud hacia ellos era muy amistosa, amorosa, diría, y ellos respondían con trato semejante. Teníamos que hacer algo para integrarnos a lo que estaba ocurriendo. El padre superior andaba por ahí pero no tenía vela en el entierro, como quien dice. Todo dependía de nosotros. Yo tenía la sensación de que esas siembras milagrosas irían a menos. Estaba usado el espacio de manera anormal, imposible, sembrado sobre pavimento y superficie urbana. Era una lástima.

Estoy tomando notas apresuradas de lo que va escurriendo de ese exprimido inicial del día que son los bostezos y estiramientos, antes de que a mi hombre –que ya anda por ahí comiéndose una gelatina- se le borren el olor y la textura del abrigo de telas delgadas abundantes superpuestas de una señora que le estorbaba el paso para salir del templo al aire libre a ver cómo podía volverse útil. La situación del narrador no siempre es envidiable. Créanme.

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