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E.H.
Se me acaba de ocurrir que el verdadero
gran hombre, el gigante –no el fatuo
que se abanica con muchas palabras–
es silencioso.
Habla para saludar, para pedir su comida,
para bajar del camión,
para alegrar a la mujer amada
o para llamar a los animales domésticos,
y toda la charlatanería
desarrollada al pie del asombro de los otros
no va con él.
Para recitar está bien saber muchas cosas de memoria,
para impresionar al suegro, tal vez hasta
para ganar dinero; pero un vaso de brandy,
una buena mirada, una mano que sabe tocar,
hacen del silencio una laguna de agua dulce
donde hasta el más tonto sabe
que se puede sumergir tranquilo.
El silencioso ya casi es un dios,
está a punto de ser una paloma, un barco,
y nos enseña a todos, con la mano en la cintura,
cómo se hace la vida, sin aspavientos,
cómo lo poco que se tiene que decir
debe guardarse un ratito en la boca
a que se entibie.