Una mañana dificilona

A ver, ¿le pedirá permiso a un dedo para mover el otro?, según lo veo, sí. Y también se irá sacando las palabras una por una, como cuando empezábamos a fumar en la secundaria y ante la demanda del mosquerío que se arremolinaba, sacábamos los cigarrillos de pellizquito, o de uña, como también creo que se decía, desde la cajetilla guardada en el bolsillo de la camisa. Porque yo, que soy, digamos, el fiscal permanente de su acusación de estar vivo, lo veo muy masomenitos esta mañana, muy de pocos bríos y más bien lacio lacio, como la canción de Lucha Reyes y no creo que emprenda ningún viaje que valga la pena; irá como aquella terrible vez que caminó las seis cuadras que mediaban entre la casa y la escuela, con su mochilita colgada en la espalda, y se vio arrebatado por una incipiente vocación de investigador de grietas, estrías, marcas, improntas y huellas en todas las paredes y los pisos del camino que se volvió de tal eternidad que al llegar al destino, ay, el destino estaba ya cerrado, y en lugar de regresarse a la casa, sentó en algún quicio su desolación de niño abandonado por el destino a los seis años y se pasó la tarde esperando a que soplara la ráfaga de aire desconocido que lo marcaría de tal manera que él no sabía entonces y que yo, a estas alturas, ni me imagino por más voluntad de narrador que ponga.

Pero cuán segura sería la ciudad que lo dejaban a esa edad ir solo a la escuela, caminando por las calles; si se pone a recordar tiene montones de ejemplos, incluso nocturnos; de cuando en las calles de noche no se podía leer porque todavía no se había decretado la abolición de la oscuridad y sólo había un foco en cada esquina, y con frecuencia había espantos y fantasmas, mucho más selectivos y trascendentes que los malhechores de cualquier signo; los entes de la noche se especializaban en erizarle a uno los pelillos de la nuca y en hacerle acelerar la respiración y el paso pero fuera de eso eran –y así lo fueron siempre- inofensivos.

Otra cosa habrían sido los jinetes del Apocalipsis, que estaban constantemente a punto de bajar, de aparecerse galopando desde el fondo de la perspectiva escénica y ante los que no habría recurso posible porque irían deshaciéndolo todo y junto con todo a nosotros que de una vez acabaríamos disueltos en esa nata caótica de inimaginable horror, sin haber tenido oportunidad de llegar al compromiso que hoy nos mueve para hacer esta página.

¿Qué tal? ¿Se los dije o no se los dije? Miren con qué lánguido trapío embiste. Y es que el chute me lo deja muy mansito. Pero lo que me gusta de él y por eso no lo abandono desde que me tomó como narrador es el pundonor, la casta que saca para que no se diga que se quedó echado y vayan a tocarle un vergonzoso –mortal para él- regreso a las dehesas acompañado de los cabestros.

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