El esfuerzo cedido

Lo veo amanecer sombrío, con el ánimo denso y nublado y oigo su monólogo lamentoso mientras pasea por las terrazas del alcázar lóbrego: -¿Quién me hizo eso, por qué me han puesto en disyuntiva tan desagradable, por qué tengo que pelear conmigo mismo para sostener un criterio u otro, cuando sería tan fácil acomodarse a la realidad y disfrutarla con su riqueza vital y sus inagotables proyecciones míticas? Porque las carreras en todas sus formas, el pugilato, los lanzamientos de objetos y del propio cuerpo a distancias desproporcionadas en las honras fúnebres de Patroclo o en otras ocasiones que dan los autores épicos son deliciosas, uno ve el acto, el esfuerzo, la alegría y el coraje con que se arropa el deseo y la proyección de la vida que significa el triunfo, la corona de laurel, el reconocimiento de los demás, el hecho que queda como ejemplo a las generaciones que siguen, y la satisfacción inmediata y contundente de la fuerza. ¡Cómo no adorar tales momentos! ¡Cómo no ser el humilde espectador que pone su propia vida figurada en manos de esos héroes para que la remodelen y la saquen de la experiencia un poco más capaz y de mejor materia!

Pero el desfiguro en que se han convertido los juegos olímpicos me descorazona y envilece; esa marca registrada para vender un entretenimiento universal de miles de millones de dólares, en donde lo mismo se merca prestigio político que influencia comercial en los mercados internacionales y se invierte sin límites calculando las promiscuas ganancias que dejarán los hechos, gane quien gane la minucia de las competencias; excepto, claro, en los casos de los cuatro o cinco países que harán el acopio de la mayor parte de medallas de oro porque son quienes han invertido durante generaciones en profesionalizar a sus deportistas y eso les asegura autoridad y presencia en éstas y en las justas que vendrán, les da voz y voto para decidir a qué país conviene desplazar el mercadillo para la próxima edición, aunque a veces corran riesgos tan altos como el que este año se cierne sobre el acontecimiento. Ya hubo un montón de muertos en el apaciguamiento del ambiente de las olimpiadas de México, ya hay un montón de muertos y represaliados en China y de seguro habrá muchos más.

Es cierto, las cosas humanas son complejas, y las cosas grandiosas tienen complejidades a su medida. Una cosa es organizar unas justas deportivas mundiales y otra muy distinta remover los acomodos de la historia contemporánea de un país, como es el caso de China con el Tíbet. En mucha mayor medida que hombres y mujeres jóvenes compitiendo por el milímetro o la décima de segundo los habrá apostados en todos los espacios del juego y de sus proyecciones para evitar los actos de violencia, los atentados, los secuestros y los asesinatos personales o masivos, y habrá mucha música, mucho color y mucha enjundia deportiva en las voces que nos transmitan a miles de millones de humanos acostumbrados a que nos distraigan las bondades intrínsecas del deporte, de la salud de la mente y la notoria lozanía de los perfectos cuerpos que estaremos mirando unos días y de los que habremos de enamorarnos pasajeramente, mientras podamos conservar la quimera de que a eso fueron no más, a darnos la magnífica ilusión de que la especie puede más, siempre un poquito más.

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