Tratamiento con fe

No es que el Teatro de la Ópera quede muy lejos, y menos lejos se siente desde que la calle Arenal la hicieron peatonal y uno percibe como un paseíllo llegar al otro lado desde Puerta del Sol, y digamos que a Puerta del Sol hay una distancia a la que este hombre no puede renunciar a sentirse capaz de llegar desde su casa; una maqueta pequeña, muy pequeña, del centro de Madrid en donde el transporte público por antonomasia son los pies, y ahora que es Primavera y hay tantísimos turistas, parece que anduviera uno por las romerías y los festejos de vete tú a saber qué fiesta. No, no está lejos, pero como últimamente camina tan poco le costó su esfuercito llegar hasta esa dirección de la calle Arenal en donde los recibió una señora oriental a la que llegaron por un artículo leído en Internet acerca de las curaciones alternativas del cáncer. Fueron en busca de información pero pareció que, nada más entrar, los atraparon en una telaraña verbal que no respondía las dudas sino definía el mal en términos más esotéricos que científicos.

De pronto me vi sin camisa –paso a su propia voz, que es más vibrante- y siendo devorado por un pulpo; me puso 21 ventosas en la espalda –mi pobre espalda delicada con las huellas siempre vivas de mis bodas de oro con el acné- mientras seguía escuchando cómo llegar al Nirvana habiendo rechazado comer carne y harinas refinadas y habiéndome habituado a las frutas y verduras No alcohol No café No cigarro, me repetía anunciando que me pondría agujas de acupuntura y que poco a poco el tumor y las metástasis irían saliendo a la superficie por pústulas con pus que drenarían de esa manera los tumores de células ya muertas gracias a los efectos de unas semillas que me habría de dar a tomar y de unas vitaminas preparadas con que reforzaría los efectos, y que ya estaba metiendo en la bolsa que me habría de llevar. Ok, -siguió diciendo el descamisado- pero quiero saber antes de que siga –porque ahora ya se aprestaba a ponerme las mentadas agujas, a las que tengo fobia-, en qué consiste el tratamiento, cuánto dura, qué porcentaje de posibilidad estadística tengo de curación y cuánto cuesta.

Me habló mucho de la fe, del autoconvencimiento, de la actitud positiva. Insistí en la información objetiva. Dijo que tenía que dormir de noche y no cruzar las piernas, que la quimioterapia no sirve para nada, que me mata, que tengo que dejarla. Volví a presionar para que me diera la información que le pedía. Tuve que subir mi volúmen y secar mi tono para cercar sus escapatorias. Por fin me la dio, pero tan imprecisa que no había posibilidad de saber si estaría pagándole la cantidad mensual que dijo durante tres o cuatro meses o diez o quince años. En este punto –ya me habían quitado las ventosas, por supuesto, y estaba vestido y entero- estaba ella haciendo malabarismo para meter en una bolsa lo que yo creí que eran los frutos y medicamentos con que había de comenzar el tratamiento de prueba pero al llegar a casa vi que Milagros había cargado tres tomos de un curso completo de budismo y un impreciso librillo de autoayuda que nos dio a cambio del precio de la consulta y una cajita de ginseng que nos vendió extra. Qué difícil –venía pensando pasito a pasito por la peatonal Huertas el insigne ventoseado- es encontrar gente respetuosa y seria en esto de los grandes males.

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