Queja ante la autoridad

Esto no es dormir, señores del jurado, ni descansar ni cumplir con las elementales necesidades de un ser humano cualquiera que ve llegar la hora de su reposo, se apresta, resigna sus ímpetus vitales –tampoco es tan fácil decir bueno, ya es hora, ya hay que irse a dormir: si no hubiera leyes y acuerdos, uno no perdería el tiempo en rellenar todos los símbolos del ritual: la piyama, la almohada, el edredón, la lamparilla dirigida, la pastilla somnífera, la oscuridad, por fin-, se somete y espera un trato digno de parte de la noche cuyo encargo universal consiste en aportarnos la jocunda quietud que nos devuelva poco a poco el material que acabó desgastado en la anterior jornada, sin hacerla mayormente de pedo sino poniéndose con sus características a nuestro lado y abiertamente de parte de nosotros sin fisuras de comportamiento y dejándonos llevar a cabo los dos polos del proceso natural y cultural que es dormirse relajadamente durante equis número de horas que cada quien necesita para sentirse bien. Lo que me han hecho no se vale. Y me gustaría llevarlo a más altas instancias.

Ni dos horas habían pasado, señores –y con el dedo señala el sitio donde debieran estar los rostros compungidos de los miembros de un jurado imparcial que tuviera autoridad para resolver el caso- ¡ni dos horas! y ya me estaba despertando la tos que me hizo levantarme tambaleando para ir a orinar; qué raro –pensé- pero cumplí con el requerimiento y volví al redil en donde en lugar de profundizar en los meandros apenas abandonados, fui llevado a una caverna oscura en donde a cambio de algún término habitual que pudiera acomodarse y ayudar al organismo a disimular, me fue introducida en la garganta, de manera arbitrariamente provocada, una palabra áspera y dura, incómoda y rasposa que ni es como estaba ni significa lo que en esos momentos significaba ni tenía por qué abusar de mi inocencia; la palabra era ascona y se trataba de una piedra alargada que al paso del aire me rasgaba las paredes de la garganta; no azcona, el arma arrojadiza vasca que, total, en algún momento pude emplear para lanzarla contra algo o contra alguien, sino una vil e inflexible ascona que no existe ni significa nada y que a todas luces (o a todas tinieblas, más bien) fue una engañifa para tenerme semi despierto tratando de arrojarla a toses de mi garganta y para obligarme a buscar soluciones razonables –como pulirla, hallar otras similares para intercambiar buscando una menos incómoda, devanarme los inactivos sesos tratando de comprenderla- en lugar de entregarme lisa y llanamente al reposo.

Bufa, está furioso, si fuera todo un escenario de cartón piedra, de forillos pintados, ya lo habría hecho pedazos; tuvo el ímpetu primitivo y animal de vomitar el analgésico que se tomó como primera medida para comenzar su propia defensa y ahora mira con ojos de fuego que allí, en ese estrado ilusorio no hay nadie, que ni siquiera hay tal estrado sino el día encendiendo sus luces y advirtiendo a todos, súbditos y víctimas, que lo que hay es lo que hay; si te acomoda, bien, y si no te conviene ve y busca una autoridad superior ante la cual quejarte. O mejor, y te lo digo yo que he vivido toda clase de situaciones difíciles, trata de volver a dormirte aunque sea un ratito. Vas a ver que te despiertas de mejor humor.

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