Origen frutal de la tos

Por nada del mundo quiero repetir una lección ya dada y estoy seguro de que ya expliqué el origen frutal o material del registro de las toses: cómo hay toses de membrillo, toses de pera, de guayaba, de limón, de tejocote; ¿o no? Llevo más de cuatrocientas veinte páginas –qué bárbaro, no me he medido con mi propia desmesura, ya podría yo escribir a veces sí y a veces no, tituladas diario arbitrariamente, y aunque reviso a vuelo de pájaro no encuentro toses de frutas o algo por el estilo- pero porque siento que se trataría precisamente como de dar una cátedra repetida –y juro que lo que menos me interesa en la vida es darle a nadie enseñanzas de nada y peor, ser machacón-. Todos creemos que la tos es una irritación común determinada de la dermis que conforma el cuerpo de los conductos por los que entra y sale el aire que nuestros incomprensibles órganos necesitan procesar a través de los pulmones para mantener en movimiento el mucho más que misterioso asunto de estar vivo, para que el corazón siga su pim pum acojinado y todo lo demás mueva la manivela de su propio sonido en la orquesta.

Pues he descubierto –y aquí el hombrecillo baja un poco la voz, entrecierra los párpados para hacer notar que va a decir algo en corto, que hay que atenderlo con especial cuidado- lo siguiente: las toses las mandan preparadas con distintas frutas y la salvación de la víctima, a quien no le avisan, por supuesto, con lo que se puede encontrar ni le mandan instructivo para detectarlas y, en su caso, para disfrutarlas, consiste precisamente en dirimir pacientemente de qué fruto se trata y luego irlo consumiendo con plena conciencia hasta poder tirar el bagazo ya sin nada que aprovecharle. Si es de guayaba, por ejemplo, sentirás al principio –no creas que es fácil descubrirlo, lo mandan más que disimulado para que la mayor parte de los ajusticiados de esta manera jamás perciba el truco- un gustillo agrio y una especie de cascotes que te ametrallan las paredes de los bronquios; sentirás también esa áspera raspadura de la guayaba un poco verde que al rozar la piel deja un ligero escozor del que luego van brotando entre el ardor, como colores renovados, los matices del perfume inconfundible de la fruta.

O puede ser de tejocote y entonces te encontrarás con una tos casi sin pulpa pero con los huesitos muy presentes removiéndose y ofendiendo las paredes de los tubos respiratorios como dados en un cubilete –pobre fruta cuyo parentesco con el níspero no la salva de ser tan silvestre que jamás podrá vestir las galas de la envoltura pieza por pieza en los mostradores del mercado, ni siquiera ya la venden en los súper mercados; si quieres comprar tejocotes para hacerte un ate o para integrarlos al ponche tienes que ir a los mercadillos marginales y lejanos, en donde los pobres todavía encuentran vínculos con el pasado, aquel en donde ibas por tu camino y arrancabas una fruta del árbol y te la ibas comiendo para tu consolación. Pero, en fin, propongo a cada quien que haga su propia escuela de sabio cuando le toque el martirio de toser toda la noche y se fije que aunque vienen como los camotes de Puebla, de sabores y envueltitas una por una en papel delgado, sean de mango o de frambuesa, de piña o de fruta de la pasión, lo único que uno quiere a esas horas es que se vayan directamente a chingar a su madre.

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