Qué error

No tenía la intención de ser suma de acciones progresiva, no pensaba que después tendría que dar cuenta del paso del tiempo, del deterioro inevitable del enfermo, del desgaste anímico y físico que habría de caminar junto con los pies cada vez más lentos, con las rodillas cada día más frágiles, con el aire cada vez menos potente –a fe que ahora se viera lanzando las voces estentóreas del Diablo de la Historia del Soldado, de Stravisnky, que soltaba una carcajada que duraba una eternidad porque como era el diablo no necesitaba reponer el aire en los pulmones-, no pensó en plan ni en estructura, se agarró a la página y se puso a escribir con inocencia, tratando de que cada día fuera lo más cierto posible la descripción de lo que aquí iba poniendo. Pero ayer que se puso a releer todas las paginas en las que aparece la tos, desde su última gran inuguración, en septiembre, en el viaje a México, se dio cuenta de que es una aburrición, que debió haber echado mano del narrador desde el principio e intentar incluir y desarrollar otros personajes, por más irreales que pudieran ser: la puerta, si quieres, el lavabo, algunas piezas de la vajilla con quienes pudiera dialogar, intercambiar impresiones, encontrar puntos de vista diferentes.

Y otra cosa: no debió hacer rutina de la mañana sino escribir a cualquier hora, llenar de horarios distintos las páginas, con sus montones de cosas diferentes y no sólo los sueños y el estado en que pasó la noche y las horas que le fueron cedidas, tantas veces a regañadientes, para reposar. Tan lleno de otras cosas está el día, por más que no salga, que no haga aparentemente nada, que lea, mal escriba o vea televisión; otras cosas y matices hay a la hora de la comida, otras visitas a veces, y por la tarde siempre hay luces que entran por el salón de manera tan diferente que por la mañana, las plantas ocupan un lugar tan importante en la vida vespertina de la casa; y los ruidos, los tiempos de la gente pasando por la calle bajo las ventanas. Otra vida, pues, una que podría leerse de manera diferente, un enfermo con otra sensibilidad, con una imaginación distinta cuyo año escrito –que sabríamos desde el principio que mentiría- habría mentido de otra forma; un estado de ánimo más vapuleado por las horas del día quizás no tuviera ese optimismo de feria con que salta del edredón.

Pues, vaya, no hay remedio. O quizás meterle mano como si se tratara de una obra literaria en borrador; regresar al principio y buscar con las herramientas del oficio cómo calafatear el barco y ponerlo a flotar para que navegue bonito, quitarle la machaconería burocrática de la hora diaria de checar tarjeta y ponerse el uniforme de piso para comenzar el trabajo. Hacerlo más universal y abierto, que los días tengan más horas y el sol tenga también la posibilidad de desparecer del horizonte con la red cargada de oros y bisuterías recogidos a la largo del día. Ah, qué desgracia, qué incómodo darse cuenta de que el cáncer que tiene lo usa todo el día y la tos la tiene de tiempo completo desde hace siete meses, y hasta aquí, en mi relato, que comenzó tarde, cuando ya él solo había hecho un papalote de hilo largo, largo, pareciera que los días han sido pedazos del tiempo en los que esas lacras brillan y después se meten a dormir en un cajón acojinado, como gatos, hasta que viene de nuevo la oscuridad propicia. Ay, Aura, qué mal lo haces.

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